Mis tours normalmente están vinculados a la comida porque siempre he sentido que es ahí, en los sabores, los olores y los picores que nos hemos moldeado los mexicanos. Nosotros tal vez no fuimos hechos de barro, sino de masa de maíz, acompañada de frijol y calabaza. Llevamos la milpa en la sangre y en la piel.
Sin embargo, para la próxima temporada de Día de Muertos me ha tocado ser incluida en un tour diseñado por alguien más y esto me representa un reto, sobre todo porque uno de los días tengo que llevar al grupo a Coyoacán donde toda la narrativa girará en torno a un personaje que tiene fascinados a los extranjeros desde hace tiempo: Frida Kahlo.
Tal vez para nosotros esto ya no es novedad. Vemos a Frida hasta en la sopa. Literal, es nuestro equivalente a la lata de sopa en el arte de Warhol. Hay tenis, camisetas, alcancías, aretes y cuanta cosa pueda uno imaginar con la imagen de esta mujer icónica pero… ¿por qué sigue siendo un símbolo de la mexicanidad hoy en pleno siglo XXI?
Bueno, lo cierto es que Frida fue una mujer muy avanzada para su época. El motivo por el que es tan contemporánea ahora es que ya era contemporánea entonces, tal como lo asegura Circe Henestrosa, la curadora de la exhibición "Frida Kahlo: Construyéndose así misma", que se exhibió en Londres el año pasado y que fue un éxito rotundo.
El punto no es si el arte de Frida es mejor que el de otras pintoras de su época, la fascinación por Frida tiene que ver con lo que representa hoy en día. Ya seas mujer, discapacitada, sufras alguna enfermedad o por una ruptura amorosa, conectas con ella en tantos niveles que es impensable no sentirse un poco representada.
Frida es la mujer mexicana, de piel oscura, que quedó discapacitada y que buscaba un lugar como mujer artista en un ambiente dominado por los hombres en México: el mundo del arte.
Una historia… ¿De amor?
El año es 1936, y en el tranquilo Coyoacán, al sur de Ciudad de México, Diego Rivera y su esposa Frida Kahlo están tomando tequila en La Guadalupana mientras hablan de política con amigos.
En este punto de la historia, Diego es el famoso. Se ha codeado con artistas aclamados en Europa, incluido Picasso, ha pintado murales en San Francisco, Detroit y para el magnate John D. Rockefeller en el edificio RCA en Nueva York.
Aparentemente Diego no le teme a nadie, no da un paso atrás ni cuando el poderoso Rockefeller le exigió retirar la imagen de Lenin de su mural (aunque Rockefeller destruyó el mural, los enormes bocetos de Rivera se pueden ver en el Museo Anahuacalli, en Ciudad de México, un edificio diseñado por el mismo Rivera donde está su colección privada de piezas prehispánicas).
En este mismo punto, Frida está haciéndose de un nombre como artista, pero no está claro cuánto de su éxito se lo debe a su famoso esposo. Es la tercera esposa de Diego y es 20 años menor que él. Sus propios padres se refieren al matrimonio como “el elefante y la paloma”.
Diego le era infiel, incluso tuvo una aventura con la propia hermana de Frida. Ella se la regresó con el líder comunista exiliado en México, Leon Trotsky. Finalmente, el conflictivo matrimonio de Diego y Frida terminó en divorcio en 1939, seguido de un nuevo enlace un año después. Desde entonces, permanecieron juntos por el resto de sus vidas.
Algunas personas dicen que Frida fue un símbolo feminista pero otras rechazan esta afirmación rotundamente. Y es que claro, a todas luces, esta es una relación de codependencia bastante tóxica en donde Frida más bien fue una víctima de violencia y abuso de poder, algo que nada tiene que ver con el feminismo del siglo XXI pero, si contextualizamos esto a principios del siglo XX, la perspectiva puede cambiar y Frida puede entonces representar a esta mujer que rompió muchos esquemas opresivos de entonces. Es cuestión de enfoques.
La fridamanía coyoacanense
Basta que sea un sábado por la noche cualquiera en Coyoacán para asistir a una exhibición de pasión por Frida. No solo por las largas filas que siempre hay para entrar al museo La Casa Azul, sino porque las calles están llenas de extranjeros y locales, muchos de los cuales han venido desde lejos para experimentar la “fridamanía” de primera mano. Los pendientes y otros artículos del mercado llevan su imagen. Los guías turísticos señalan en qué mercado compraban los padres de Frida y la panadería a donde iban por el pan. Ahora ella es la famosa, mucho más que Diego.
Coyoacán ha estado a la altura de esta repentina afluencia de atención. Junto a la icónica Fuente de los Coyotes, el boceto de un turista, obra de un dibujante local, provoca la admiración de los espectadores; la parroquia de San Juan Bautista le ofrece solemnidad a la multitud palpitante que entra y sale de los restaurantes.
El bar que frecuentaban Diego y Frida ahora es La Coyoacana y está lleno. Cientos de personas pasean por la plaza con un churro o un helado en la mano.
El museo no decepciona. Si bien Diego pasó su vida viajando por el mundo mientras buscaba patrocinadores generosos para sus murales, la vida menos móvil de Frida se vivió aquí, en esta casa.
A los seis años, Kahlo contrajo polio y se vio obligada a pasar casi un año recuperándose en su habitación. Doce años más tarde, Frida estaba en la parte trasera de un autobús atestado de madera que chocó contra un tranvía, y una barandilla de metal traspasó su pelvis. Además, su pierna derecha se rompió en 11 partes.
Hasta que visites la Casa Azul y veas la cama equipada con un espejo arriba para permitirle pintar a Frida mientras estaba acostada, no apreciarás la voluntad de esta mujer de crear a pesar del dolor y las limitaciones que le causaron sus dolencias físicas. Sin embargo, ella vivió y amó como pocos, por eso, en su pintura final, un bodegón de sandías terminado en 1954, inscribió las palabras, “Viva la vida”.
Cuando uno profundiza en el conocimiento de la obra de Frida Kahlo y tiene el privilegio de conocer su hogar, se descubre la intensa relación que existe entre Frida, su obra y su casa. Su universo creativo se encuentra en la Casa Azul, sitio en el que nació y murió. Aunque al casarse con Diego Rivera vivió en distintos lugares en la Ciudad de México y en el extranjero, Frida siempre regresó a su casona de Coyoacán.
Ubicada en uno de los barrios más bellos y antiguos de la Ciudad de México, la Casa Azul fue convertida en museo en 1958, cuatro años después de la muerte de la pintora. Hoy es uno de los museos más concurridos en la capital mexicana.
Este es el lugar donde los objetos personales develan el universo íntimo de la artista latinoamericana más reconocida a nivel mundial. En esta casona se encuentran algunas de las obras importantes de la artista: Viva la Vida (1954), Frida y la cesárea (1931), Retrato de mi padre Wilhem Kahlo (1952), entre otras.
Cada objeto de la Casa Azul dice algo de la pintora: las muletas, los corsés y las medicinas son testimonios del sufrimiento y de las múltiples operaciones a las que fue sometida. Los exvotos, juguetes, vestidos y joyas hablan de una Frida obsesionada por atesorar objetos.
La casa misma habla de la vida cotidiana de la artista. Por ejemplo, la cocina ―que es típica de las construcciones antiguas mexicanas, con sus ollas de barro colgadas en paredes y las cazuelas sobre el fogón― es testimonio de la variedad de guisos que se preparaban en la Casa Azul. Tanto Diego como Frida gustaban de agasajar a sus comensales con platillos de la cocina mexicana.
En su comedor convivieron grandes personalidades de la cultura y destacados artistas de la época: André Breton, Tina Modotti, Edward Weston, León Trotsky, Juan O´Gorman, Carlos Pellicer, José Clemente Orozco, Isamu Noguchi, Nickolas Muray, Sergei Eisenstein, el Dr. Atl, Carmen Mondragón, Arcady Boytler, Gisèle Freund, Rosa y Miguel Covarrubias, Aurora Reyes e Isabel Villaseñor, entre muchos otros.
La Casa Azul se convirtió entonces en una síntesis del gusto de Frida y Diego, y de su admiración por el arte y la cultura mexicana. Ambos pintores coleccionaron piezas de arte popular con un gran sentido estético. En particular, Diego Rivera amaba el arte prehispánico. Muestra de ello es la decoración de los jardines y el interior de la Casa Azul.
El hogar de Frida se convirtió en museo porque tanto Kahlo como Rivera abrigaron la idea de donar al pueblo de México su obra y sus bienes. Diego pidió a Carlos Pellicer ―poeta y museógrafo― que realizara el montaje para abrir la casa al público como museo. Desde entonces, la atmósfera del lugar permanece como si Frida habitara en él.