Desde que vi el itinerario del viaje supe que no tendría mucho tiempo para explorar la ciudad, algo que me desanimó bastante. La segunda cosa que me desanimaba era que todo lo recomendado en internet para hacer en esta ciudad estaba relacionado con sus dos cosas más emblemáticas: tequila y mariachis. Algo fuera de mi lista porque beber no es mi deporte favorito.
En cuanto a comida tampoco había mucha esperanza, sus manjares más famosos estaban prohibidos para mí: pozole, birria o tortas ahogadas, fuera de mi alcance por una dieta restrictiva indicada por mi médico que me tiene alejada de la carne roja.
A todo esto, debemos sumarle que mi hotel estaba en una zona llamada “Chapalita”, bastante lejos del centro, junto al famoso puente atirantado llamado Matute Remus y que había visto en revistas pero que visto de cerca era bastante menos impresionante de lo que me imaginé.
Todo pintaba para que mi viaje fuera no sólo express, sino aburrido a más no poder. Así que mi primera noche fue tal como la imaginé: llegar agotada tras 90 minutos en un autobús debido al congestionamiento de la hora pico que hizo el traslado del aeropuerto al hotel más tedioso de lo que imaginaba y una cena buffet donde mis platos fueron una crema de champiñones con queso de cabra, un coctel de camarón y una ensalada en el restaurante del mismo hotel donde me hospedaba y donde al día siguiente sería el congreso. Nada extraordinario.
Al día siguiente, una conferencia tras otra, como en todo viaje de negocios, las amenidades del hotel tampoco estaban incluidas en el itinerario pues no había tiempo ni para alberca ni para gimnasio o spa. Todo era trabajo.
Pero esa tarde me di un tiempo para tomar un café con dos personas que quieren apoyar a la organización filantrópica en la que trabajo y que nacieron en Guadalajara. Eso me dio esperanza, pensé que ellas podían recomendarme qué hacer esa noche que mis actividades en el congreso terminaban a las seis. Oficialmente tendría la noche libre pues mi vuelo salía al día siguiente, a las 9 am.
Mi sorpresa fue que la vida en Guadalajara en un miércoles, termina muy temprano. Las recomendaciones de estas chicas eran solo centros comerciales, de los que abundan en mi amada Ciudad de México y a los cuales por cierto, yo detesto.
En fin, cuando volví a mi habitación tras recibir mi diploma por haber estado encerrada un día entero en conferencias médicas decidí explorar mis alternativas.
La primera y más cómoda opción habría sido quedarme en el bar del hotel pero, ¿qué de divertido tenía eso para alguien que no bebe y que además está en la tierra del tequila? ¡Nada! Así que, opción descartada.
La segunda era tomar un largo baño de tina y ver mi serie favorita en mi computadora portátil pero… claro eso lo había hecho la primera noche así que preferí esforzarme un poco más.
La tercera opción la había descartado porque mis conocidas me habían dicho que estaba lejos, que era inseguro, que no valía la pena y que pasaría “demasiado tiempo en el tráfico” si intentaba llegar ahí.
Sin embargo, en cuanto lo pensé de nuevo me dije: ¡al diablo con las recomendaciones! Y seguí mi instinto para acudir a la alternativa más segura para un viajero indeciso: el centro histórico.
Pedí un Uber y en 25 minutos estaba ahí, bajándome frente al Teatro Degollado, que de inmediato me asombró por su parecido con el Panteón de París, pero claro, como en pequeña escala.
Comenzaba el crepúsculo por lo que la luz se desvanecía de a poco y tenía que apurarme para tomar al menos un par de fotos y subir algunas stories a Instagram como todo viajero hace en el siglo XXI.
Caminé por la plaza y llegué a la Catedral, que resultó menos impresionante de lo que imaginé, pero eso no me desanimó. Caminé hasta la esquina donde había unos viejos carruajes tirados por caballos que se me antojaba probar, sí me confieso culpable de haber deseado hacer alto tan para turistas. Por fortuna una artista local me salvó.
La chica me abordó con grabados que ella hizo de los edificios más emblemáticos del Centro Histórico. La escuché como por 15 minutos compartir su pasión por la arquitectura y la cultura de su ciudad. Lamentablemente todo lo que me decía sería algo que no podría ver porque los museos estaban ya cerrados. El centro estaba apagado, emocional y literalmente porque la iluminación es bastante deficiente, sobre todo en la Plaza Liberación pero ahí me salvó algo que casi nunca falta en los centros históricos: un festival.
Debajo de una carpa, en un templete de madera y frente al típico sillerío de un espectáculo callejero, una banda con un impresionante sonido de metales (trompetas y saxofones) acompañaba a un cantante tan bueno como los mejores Crooners: La potencia de Barry White y el sentimiento de Frank Sinatra pero con toques de Funk.
Sus vestuarios no eran nada elegantes, es más, parecían más vestidos para un ensayo que para su presentación en un festival nacional, pero su talento era lo importante.
Me senté a escucharlos, canté con ellos, aplaudí y me entristecí como el resto de la audiencia cuando el diesel de la planta de luz se terminó y nos dejó en penumbra, visual y sonora. Así terminó el festival que nunca supe como se llamaba pero al final mi teoría se comprobó: no hay mejor lugar en una ciudad que su Centro Histórico pues siempre tendrá algo reservado para ti.