A menos de tres horas del aeropuerto de Palenque, Chiapas, una familia me regala algo invaluable: la oportunidad de ser parte de su vida cotidiana en uno de los escenarios más bellos de México.
En el lado norte de la Selva Lacandona, a dos horas y media de Palenque, se encuentra Top Che, el campamento familiar donde he decidido pasar unos días de desintoxicación urbana. Este es un lugar mágico y autentico, dónde además de la posibilidad de realizar caminatas y algunos deportes de aventura, lo más atractivo para una viajera mochilera como yo ha sido la invitación a convivir con esta acogedora comunidad indígena para olvidarme de lo cotidiano.
Top Che está dirigido por la familia de Enrique Chankin Paniagua mientras que el centro de alimentos Chankin lo dirige su hija, Katalina Nuk. El resto de la familia se hace cargo del mantenimiento y limpieza de las cabañas privadas montadas sobre palafitos para evitar inundaciones si el río crece en época de lluvias.
Llegué con un grupo de amigos y colegas cuando la noche estaba cayendo sobre la profundidad de la selva, justo el mejor momento para convivir con esta familia pues es cuando don Enrique convive con los comensales y nos permite adentrarnos en su mundo y su historia.
Desde hace 23 años que pisé por vez primera la Selva Lacandona, pensar en ella siempre ha sido sinónimo de majestuosidad. Pocas cosas son pequeñas aquí pues incluso lo que tiene una medida diminuta, adquiere grandes dimensiones cuando pensamos en su papel en el ecosistema que se sostiene a nuestro alrededor con más precisión que un reloj suizo: la del ciclo de la vida.
Todo el estado de Chiapas es sinónimo de grandeza, pues lo mismo cuenta con imponentes vestigios arqueológicos que con una amplia gastronomía —huella tangible de la vasta cultura que marca y da identidad a la región Maya-Lacandona— o con sus altísimas ceibas, ese árbol que es sagrado para la cultura maya y que crece a la orilla de cada uno de sus caudalosos ríos.
Pero si de la Selva Lacandona se trata, no todo es belleza natural o arqueológica pues, además de sus gigantes hojas elegantes, sus enormes hormigas chicatanas —que más tarde lucirán deliciosas y bien tostadas en una tortilla bañada en salsa de chipilín para darnos una calidad de proteína envidiable— o sus coloridos escarabajos e insectos, aquí son cruciales los detalles, pequeñas cosas que hacen único a este lugar de México.
Muchas cosas aquí son un regalo de la naturaleza, como el rocío posado en las flores y las hojas cada mañana; el discreto ruido de fondo del crujir de las hojas a cada paso que se da; el sonido agua del riachuelo que corre junto a la ventana de mi cabaña y que es la mejor manera de despertar sin prisa alguna para apreciar el concierto a mil voces de las aves que saludan al sol como si con ello le ayudaran a levantarse para iniciar un día más.
Pero están los otros detalles, los que construyen casi siempre sin querer, los hombres y las mujeres que habitan esta selva mexicana.
Uno de esos detalles es la sonrisa de Juanita y el rubor de sus mejillas cuando me cuenta en la cocina de su suegra cómo fue que se enamoró de su esposo Enrique, un joven lacandón que a sus ojos, es el más guapo del mundo, tanto que la hizo dejar su vida citadina en la capital de Oaxaca para venir a adentrarse en la selva chiapaneca y romper cualquier barrera cultural imaginaria. Hoy en día, aunque el aspecto y los rasgos de Juanita son distintos al del resto de los habitantes de la comunidad, ella se siente tan lacandona como cualquiera que haya nacido aquí, bajo el cobijo de las ceibas. Cinco años han pasado desde que esta comprometida mujer llegó a implementar proyectos productivos con los mayas-lacandones y, desde que conoció a Enrique. No fue un amor a primera vista, aunque sí se atraían. Ha sido, según me cuenta mientras echamos las tortillas, un amor sólido, no pueril, sino de esos que se labran con la convicción de ser para toda la vida. Y es que aquí, como tal vez antes pasaba en otros lados en tiempos remotos, el compromiso y la familia son cosa seria.
Juanita ha pasado ahora a ser parte de la familia que encabeza don Enrique Chan Kin, padre de su esposo. Él a su vez está casado con doña Elizabeth, una mujer de una larga, lacia y blanquísima cabellera que sonríe discretamente mientras su esposo nos cuenta, junto a una fogata que hemos encendido en medio del campamento, cómo “se la robó” hace ya cuarenta años. Así marcaba la tradición. Robarse a la mujer, para luego, casarse y formar una familia, la base de la sociedad lacandona.
Lo que en cualquier otro contexto podría parecer inadmisible, estando aquí toma otra dimensión. Le pregunto a doña Eli si ella estaba de acuerdo y me dice con voz muy baja y suave que él le gustaba, que así son las cosas por acá, mientras él la mira aún con una ternura y un respeto envidiables. También nos cuenta que antes se acostumbraba que los lacandones tuvieran varias mujeres y que procrearan hijos con todas ellas, pero la monogamia entonces ha llegado aquí como un proceso paulatino, no como una imposición, más bien es como algo que ya “traen los jóvenes”, cuenta don Enrique. Él dice no querer tener más familias. Una está bien. Con esta mujer y esta familia es feliz.
Como muchas otras familias de la comunidad de Lacanjá Chansayab, la de don Enrique Chan kin Paniagua se dedica al turismo sustentable. Hace años que dejaron de talar la selva para sembrar pues ahora todo está más controlado y ellos han tomado conciencia de lo relevante que es conservar su entorno. Ahora reciben un pago, un subsidio gubernamental, que les permite no sólo conservar la selva que presta servicios ambientales para todas las personas del planeta, también pueden acceder a créditos, capacitación y apoyos para emprender en el sector del ecoturismo. Ya hace más de 10 años que comenzaron a capacitarse y hoy en día todos aquí se dedican a eso. Unos son guías de rafting en el río Lacantún, otros enseñan a las personas sobre las plantas medicinales que se pueden encontrar en la selva, las mujeres preparan los alimentos que se ofrecen a los visitantes con la misma dedicación que cocinan para toda la familia pues aquí todos comemos lo mismo, y lo hacemos juntos, todos sentados alrededor de una mesa larga de madera, sobre largas bancas de troncos labrados, mientras conversamos.
Aunque todos en la comunidad viven sobre todo del turismo, aún se siembra la milpa, el frijol, la calabaza y el chile dentro de las zonas permitidas y bien delimitadas para la agricultura. Es prácticamente para el autoconsumo aunque también venden lo que les sobra en los mercados de Frontera Corozal, Ocosingo o Palenque.
Despertar aquí es como un viaje al pasado. Es mi segundo día aquí. Son apenas las siete de la mañana pero la luz que se cuela por entre el tupido dosel de la selva me invita a salir a caminar y saludar a la naturaleza y, literalmente, lo haré hoy pues mis anfitriones han preparado un ritual de saludo a los cuatro elementos.
Con el humo del copal saludamos a los cuatro puntos cardinales agradeciendo a la naturaleza también por cada uno de sus cuatro elementos. Quien dirige este ritual tradicional Lacandón se llama Oj y es un adolescente de apenas 13 años pero su edad no es un impedimento para enseñarnos que en esta cultura el respeto a la majestuosidad de la madre naturaleza es lo más importante y lo que mantiene en pie a la comunidad.
Oj estudia en la Telesecundaria de la comunidad vecina y está consciente de que las y los jóvenes de su edad deben continuar con sus rituales tradicionales para mantener su cultura originaria pues, con la llegada de diversas religiones —sobre todo evangélica— a la región, se ha perdido mucho de la identidad de esta etnia. Es por esto que él decidió, de manera voluntaria, ayudar a su padre a mostrar este ritual de saludo y compartirlo con los visitantes que llegan de distintas regiones de México y el mundo.
Para muchos visitantes puede ser difícil diferenciar el género entre un niño y una niña maya lacandona, pero Oj me cuenta que la clave no debía buscarla ni en el cabello, pues ambos géneros lo usan largo, lacio y suelto, ni en los rasgos, pues los rostros de niños y niñas son muy similares, sino en las túnicas que usan como vestimenta tradicional. Las de las mujeres y niñas, llevan diseños floreados, mientras que las de los hombres son las de manta blanca que muchos hemos visto en fotos, museos y documentales.
No todos en la comunidad usan la vestimenta tradicional. Entre los más jóvenes, o quienes se dedican a otras actividades como el comercio o el transporte público, la túnica ha sido dejada de lado y también, por la influencia cultural que traen quienes han emigrado a los Estados Unidos y regresado, o que han ido a trabajar a las zonas urbanas, poco a poco la importancia de llevar el cabello largo y usar la túnica se ha ido perdiendo.
Por ello, la experiencia de venir a convivir con estas familias se vuelve transformadora no sólo para quienes llegan de fuera, como yo, también lo es para quienes aquí nacieron y que, al ver lo mucho que respetamos su cultura, sus trajes y su apariencia tradicional los visitantes, vuelven a conectar con su identidad maya-lacandona y con esos deseos de transmitir el orgullo por las raíces prehispánicas que aquí, están más vivas que en ninguna otra parte de México.
Hace ya más de dos décadas que pisé la Selva Lacandona por primera vez y la experiencia de viaje se ha transformado radicalmente. Mientras hace 20 años llegar aquí representaba el primer logro pues había épocas del año en las que sólo se podía entrar en avioneta. Las lluvias hacían crecer tanto los ríos que se llevaban los puentes consigo. Hoy en día no necesitamos más de 3 horas de viaje en carreteras bien pavimentadas para llegar desde Palenque hasta esta comunidad, que forma parte ya del municipio de Ocosingo, uno de los bastiones zapatistas del levantamiento armado de 1994.
Otra cosa que ha cambiado mucho es la comunicación y la conectividad pues, mientras en el pasado venir aquí significaba literalmente aislarte del mundo exterior, ahora casi todos los campamentos cuentan con acceso a internet, aunque por ser señal satelital, suele ser un servicio caro al que se tiene acceso restringido. La familia Chan Kin optó por tener ese uso limitado sólo al área del comedor, así que prácticamente sólo durante las comidas es que la gente aprovecha para enviar saludos o revisar sus correos electrónicos, medio por el cual los mismos dueños del campamento también reciben casi todas sus reservaciones.
Venir aquí, además de ser un escape del estrés urbano para quienes como yo, somos seres de asfalto, es también una oportunidad para descubrir que sí se puede vivir de manera sostenible. Recorro las calles sin pavimentar de la comunidad y mientras me interno en los senderos de la selva, veo que todo el alumbrado público ya se alimenta de páneles solares, aunque las casas aún siguen conectadas a la red de la CFE, lo cierto es que aquí ya ha arrancado la transición hacia la energía renovable y poco a poco se espera que todos los campamentos generen su propia energía. De momento, a falta de drenaje sanitario, tanto las viviendas como los campamentos utilizan fosas sépticas sin embargo ya se está estudiando la posibilidad de construir biodigestores para reducir el impacto ambiental y la contaminación generada por la actividad turística en la zona.
Cae la noche una vez más y, tras haber visitado Bonampak y Yaxchilan, dos de las zonas arqueológicas más impresionantes por estar inmersas en la selva, vuelvo al campamento para disfrutar nuevamente de una cena casera, reír con las anécdotas de Juanita y don Enrique y después, simplemente deleitarme con los sonidos de las cigarras, los animales nocturnos y el río que no detiene su caudal. Si algún día puedes venir, estoy segura que cuando te estés meciendo en la hamaca de tu cabaña, al menos por unos minutos sentirás, igual que yo lo viví, que esta es la prueba que la naturaleza nos regala de que sí, la vida puede ser simple y al serlo, también se puede volver perfecta.