Hoy debo confesar que aunque conozco muy bien distintas ciudades del mundo, lo cierto es que aún existen muchos rincones de mi propia ciudad natal que no conozco ni un poco. Tal es el caso de la zona oriente, particularmente, de la delegación Iztapalapa.
Por fortuna, tengo algunos amigos viviendo en ese lado de la gran urbe y, para cumplir mi propósito de año nuevo, que es recorrer con más frecuencia nuevos lugares en busca de historias, le pedí a Alejandra, una joven colega, que me acompañara a recorrer el Cerro de la estrella, porque está muy cerca de su casa.
Nos citamos temprano en la estación del metro Iztapalapa, una antes de la del Cerro de la Estrella, al suroriente de la Ciudad de México.
Claro, este lugar tiene hasta su propia estación del metro y sin embargo, muy poca gente fuera de los nativos del lugar, lo conoce.
Y es que este es uno de esos sitios que todos ubicamos y usamos como referencia, pero al que solemos prestarle muy poca atención. Sabemos de su existencia, sí, pero pocas veces nos hemos preocupado por visitarlo y conocer a fondo su historia. Y es que si algo le apasiona a mi amiga Alejandra es la historia y el pensamiento sagrado de quienes habitaron esta región llena de rocas volcánicas.
Se calcula que fue hace más de 20,000 años cuando se establecieron los primeros asentamientos humanos alrededor del Huizachtepetl, volcán que formaba parte de la Sierra de Catarina, se encontraba en el extremo poniente de una península ubicada en lo que hoy es Iztapalapa y que a su vez separaba al lago de Texcoco de los vasos acuíferos de Chalco y Xochimilco.
Fue en las faldas de este volcán donde en 1953, George O’Neill, de la Universidad de Columbia, encontró restos con una antigüedad de 9 mil años. De acuerdo a las investigaciones se trataba de Homo Sapiens del pleistoceno superior.
Estos huesos fueron bautizados como “El hombre de Santa Maria Aztahuacan” años después.
En la parte alta del cerro existe una pirámide, utilizada en el pasado como centro ceremonial, lamentablemente al Instituto Nacional de Antropología e Historia parece no importarle mucho este lugar pues no existe ni siquiera un custodio ni fichas informativas sobre la importancia del lugar.
Así lo cierto es que casi ninguna persona, ni siquiera los oriundos de este lugar, saben mucho de su historia.
Lo cierto es que, además de ser el escenario de la representación anual de la Pasión de Cristo que ha dado fama a Iztapalapa, este lugar hoy es un espacio para venir a ejercitarse, a pasear en familia o sólo con tu perro o simplemente para admirar la ciudad, cuando la nata de contaminación lo permite.
Lamentablemente hoy no tuve esa suerte y el paisaje lucía nublado por esa característica nata gris que no nos dejaba contemplar el valle en toda su amplitud.
En este lugar existe un museo llamado Museo arqueológico del Fuego Nuevo que desafortunadamente estaba cerrado por una remodelación. Se espera que abra sus puertas de nuevo antes de que termine este mes de enero pues justo se va a celebrar su aniversario número 20, así que yo ya estoy más que apuntada a volver cuando esto ocurra. A lo lejos, la estructura del museo luce muy bien y allí hay una reproducción de cómo era originalmente el basamento piramidal que está en lo alto del cerro.
Pero no importó eso pues continuamos caminando para seguir subiendo el cerro que, desde 1938, fue decretado por el entonces presidente Lázaro Cárdenas como un Parque Nacional al ser un área verde en medio de un gran asentamiento humano y albergar vestigios arqueológicos.
Con el paso de los años la mancha urbana fue invadiendo las faldas del cerro provocando que de parque nacional bajara de categoría para solamente ser área natural protegida bajo el amparo del Gobierno capitalino.
Mucha gente tiene la impresión de que este lugar está muy alejado de la ciudad pero realmente no es así, pues yo hice en metro, desde la colonia Roma, menos de 45 minutos hasta la estación Cerro de la Estrella, de la línea 8. Así que no sólo no es tan lejano, sino que ahora ya es accesible incluso sin auto.
Conforme uno avanza, el silencio y la vegetación aumentan y hasta pareciera que este lugar no pertenece a esta gigantesca ciudad. Lo cierto es que los amantes de la naturaleza pueden encontrar en este lugar un sitio para simplemente relajarse o practicar senderismo y espeleología pues existen varias cuevas interconectadas entre sí, aunque algunas están cerradas al acceso público.
Aunque abandonado y un tanto descuidado el mirador posee una belleza peculiar, con varios elementos prehispánicos plasmados en la herrería. Podría estar mejor, sin duda, pero resulta funcional.
Ahora, la gran interrogante es ¿cómo este lugar que fuera un importante centro ceremonial prehispánico llegó a ser el escenario de la Pasión de Cristo? Pues existe una respuesta y no, no es tan simple.
Ale me cuenta que en 1843 una epidemia de cólera azotó a la población de Iztapalapa. Era tanta la desesperación que varios niños y jóvenes fueron hasta el Santuario del Señor de la Cuevita y le pidieron al santo que el contagio cesara. El milagro ocurrió y como agradecimiento los habitantes de todos los siete barrios originarios de Iztapalapa comenzaron a escenificar la Pasión y muerte de Jesucristo anualmente.
Esto fue convirtiéndose en toda una tradición que cada año congrega a miles de personas. La recreación de la crucifixión se realiza en la ladera norte del Cerro de la Estrella. Curiosamente en el 2006 el Instituto Nacional de Antropología e Historia dio a conocer que debajo del área donde se realiza este ritual, se encuentra una pirámide que data de entre los años 400 y 500 d.C. y que posee una base con dimensiones similares a las que tiene la Pirámide de la Luna en Teotihuacán.
Cuando uno sigue subiendo, llega hasta la otra pirámide, donde los antiguos sacerdotes encendían el Fuego Nuevo en una ceremonia que sólo se repetía cada 52 años.
En lo alto de esa pirámide se puede apreciar el Panteón Civil San Nicolás Tolentino, el cementerio más grande de la Ciudad de México.
Si bien es cierto que la delegación Iztapalapa cuenta con altos índices de delincuencia, lo cierto es que en este recorrido yo me sentí segura y en ningún momento pensé que alguien pudiera hacerme daño alguno. Estoy convencida de que el primer obstáculo para conocer una ciudad son los prejuicios y qué mejor lugar para desprenderme de ellos que mi propia y linda Ciudad de México.