Cuernavaca, Morelos.- En el Centro de Cuernavaca quedan muy pocas cantinas tradicionales: El Danubio Azul en Leandro Valle esquina con Matamoros, La Estrella en Matamoros, La Suriana, en Galeana esquina con Mariano Abasolo; y Los Canarios, conocido como Los Caldos, en Galeana, antes de llegar a la glorieta del Niño Artillero. Hasta hace algunos años ninguna mujer que no fuera fichera, cocinera, mesera o piruja había puesto un pie en este territorio sagrado de los hombres, pero la alta demanda de las consumidoras ha orillado a los dueños de estos negocios a abrir sus puertas y ahora ya no es raro encontrar a las féminas en las cantinas, departiendo con sus amigas y amigos.
Tampoco es raro escuchar reggaetón u otros géneros, cuando antes sólo se oía música ranchera, norteños, boleros y algunas baladas de la Sonora Santanera.
Pero hay un espíritu que ronda todavía en algunos tugurios donde se sigue conservando la sana tradición de estar con uno mismo o en compañía limitada de animales del propio género.
Chelo
Desde las 10 de la mañana la mesera comenzaba a limpiar el local y mientras realizaba esta faena ponía en la rockola sus canciones favoritas. Le gustaban las de Chelo (Consuelo Pérez Rubio): “Mejor me voy”, “Dos gotas de agua”, “Qué sacrificio”.
La dueña del lugar mandaba al niño de ocho años a comprar jabón, cigarros, cerillos, petróleo a las tiendas cercanas; él iba diligente y cumplía esas órdenes al pie de la letra, no porque le diera dinero a cambio, sino porque la mujer le permitía estar dentro de la cantina, en un rincón cercano a la caja donde se podía ver todo: la rockola, las mesas, la entrada, la puerta a la salida del baño. Le ponía una sillita pequeñita, guanga de madera y le daba un refresco. Él no hacía ruido, uno que otro borracho lo confundía con un perro echado mientras se dirigía, silencioso y anestesiado, a orinar. Él observaba todo.
Predominaba un olor a cerveza vieja revuelto con petróleo y viruta. En ese sitio no vendían comida, sólo había cacahuates fritos con aceite y revueltos con sal y chile y, algunas veces, camarones secos. En la mesa de metal y superficie amarilla con el logotipo de la cerveza Corona, siempre había limones y un salero.
Conforme el día iba transcurriendo y las mesas vacías se ocupaban, el olor a orines lo inundaba todo, aunque los parroquianos, principalmente obreros (aunque también había profesores, ingenieros y demás profesionistas), no lo percibieran. A las 3 de la tarde no cabía ni un alma. Algunos regresaban al trabajo a las 4, otros “se la seguían” hasta que los echaban o cerraban.
La rockola era apagada por los músicos callejeros que entraban a ofrecer sus canciones a los clientes. Uno adivinaba si el parroquiano estaba celebrando un triunfo o una derrota: “Gema” o “Sin un amor”, “Mitad tú, mitad yo”, “Las llaves de mi alma”. Los tríos o los cantantes solitarios se la sabían todas, y si no las inventaban.
A la cantina también entraba el de los “toques”: un hombre con una cajita de madera y unas terminales de metal. Por diez o veinte pesos, el valiente agarraba los tubos de metal y el sujeto aumentaba el voltaje con una perilla, hasta que el electrocutado decía “ya” o torcía la boca o las manos.
Las baratijas también eran compradas por los ebrios: un anillo o cadena de níquel o de bronce podría servir para atenuar los regaños de la mujer que reclamaría que sólo estaba recibiendo la mitad de “la quincena”.
Los niños no
Las cantinas eran, de preferencia, de puerta de madera abatible. Su primo y él tenían prohibido entrar cuando su tío bebía. Los sábados, que era día de raya, su tía los mandaba a que buscáramos a su esposo en la cantina para que les diera el “gasto”. Frente a la puerta, los dos niños se asomaban por debajo y su primo le gritaba a su padre, a quien podían ver en una mesa rodeado de amigos, bebiendo entre un ruidero de voces y sonidos de botellas de vidrio chocando: “Papá. Que dice mi mamá que le mandes el dinero”. Entonces el tío abría su cartera, contaba unos billetes y, desde su silla y sin pararse, arrojaba la billetera que deslizándose y dando giros por el piso brilloso llegaba hacia su hijo que como un jardinero recibía la pelota de béisbol.
El mero jefe
“¡Pásele, jefe!”, le dice el mesero a un cliente que entra. Se le ve cansado y viene aún envenenado por el alcohol del día anterior. Lo saluda de mano y lo lleva hacia una mesa limpia. El hombre se pasa de largo para saludar al cantinero que lo ha visto y le abre los brazos: se saludan de mano y abrazo, como dos amigos que no se han visto en mucho tiempo: “¡Maestro, qué bueno que lo vemos por acá, ahí está su mesa y ahorita le mando lo que le gusta!”
El parroquiano se dirige a la mesa en donde lo espera una cerveza negra sudorosa y un tazón con caldo humeante. Se sienta, le da un beso en la boca al envase y el líquido amargo y helado le entra por el cogote como si se bebiera todas las cervezas del mundo. Cuando baja la botella lo está esperando la cocinera, que también le da un abrazo y un beso en la mejilla y se regresa a la cocina.
Fue recibido como un espartano que regresa de una batalla en donde peleó a muerte con 100 enemigos. Nadie le preguntó cómo venía, si llevaba dinero en la billetera. Él compara este recibimiento con el que le dan en su casa: su mujer lo escucha entrar y lo primero que le pide es dinero; si no lleva un peso lo regaña y no le da de comer. Cuando ve qué no hay nada y se muere de sed y de hambre se enfila hacia la puerta y su mujer lo saca a la calle con una mentada de madre en el culo.
Ojos pequeños
Las luces de halógeno iluminaban los rostros brillosos de sudor de los bebedores consuetudinarios. El alcohol ponía el pie en sus párpados casi cerrados. Eran los primeros en llegar y los últimos en salirse a fuerzas. Nadie sabía cómo juntaban dinero para pagar sus cervezas. No estaban juntos, desde luego, estaban solos, arrinconados y silenciosos, algunos sollozaban de vez en cuando con canciones como “Lámpara sin luz”, “Donde caigo”, “Nada contigo”, “Sin fortuna” cantadas por Gerardo Reyes.
También había aquellos que platicaban gritando: futbol, política, mujeres, eran los temas preferidos. Con bastante frecuencia aquellas reuniones en las mesas “arrejuntadas” terminaban en pleitos y algunas veces en batallas campales, pero al día siguiente la clientela fiel regresaba y había abrazos, disculpas y hasta llantos por perdón y de alegría.
De vez en cuando, había un muerto: por machete, puñal o bala. Una discusión en el momento y lugar inadecuado. Entonces la cantina cerraba por una semana o menos para después reabrir. El recuerdo del muerto y las circunstancias silenciaban a los clientes, pero con los días, la tragedia se olvidaba y en menos de una semana la cantina volvía a su vida de bullicio.
Nunca se supo de algún comando armado que llegara a acribillar por deudas de narcotráfico a algún cliente.
La Alondra
“Celosa”, “Una noche me embriagué”, “Son habladas”, “Besos y copas”, eran las canciones más oídas en la voz de Chayito Valdez (María del Rosario Valdez Campos, nacida en Guasave, Sinaloa, México el 28 de mayo de 1945-San Diego, California, Estados Unidos, 20 de junio de 2016). La voz delgada, potente, acompañada por mariachi con un requinto de acordeón, de la “Alondra de México”, sacaba el sentimiento más hondo.
Yo vi llorar a los hombres más duros y despiadados después de las primeras notas de “Celosa”, pero nada más en este sitio donde se le prohibía la entrada a los uniformados y niños.
A las mujeres se les prohibía el paso. Dentro sólo permanecían las trabajadoras: meseras, la cocinera, la cajera, las ficheras. Ellas eran de gran confianza, tenían el alma de mismo color que todos los hombres rudos a quienes ofrecían sus servicios.
Las canciones norteñas no eran muy escuchadas en el sur y sureste del país, se prefería las rancheras, los boleros, la melodías de moda, sin embargo en ninguna cantina podían faltar canciones de Los Cadetes de Linares: “No hay novedad”, “Nomás las mujeres quedan”, “El asesino”, “Los dos amigos”. El sonido vuelto nota por el acordeón versallesco de Lupe Tijerina (fallecido a los 68 años de edad el 5 de julio de este año).
La hija de nadie
Recuerdo “La hija de nadie” rebotando por las banquetas. Los reclamos de Yolanda del Río salían de la puerta abatible de una de las tantas cantinas de las orillas del centro de aquel pueblo fronterizo. En la rokcola del burdel de Doña Pancha, una mujer guatemalteca –joven, de falda corta y blusa de enorme escote– gastaba sus monedas una y otra vez en esta canción ranchera. “Lo vas a rayá el disco”, le decía una de sus compañeras desde la entrada del local, mientras esperaba algún cliente. La mujer sólo metía el dinero en el aparato y elegía la misma canción, la mano mecánica seleccionaba el disco de vinilo de 45 revoluciones por minuto y lo ponía en el tornamesa; luego regresaba a sentarse cerca de la barra donde una cerveza helada la esperaba. Levantaba la botella y le pegaba unos tragos de amargura en los primeros tonos de las trompetas.
Abría los ojos como si estuviera viendo, dentro de su cabeza, algo que le ocurría a ella o tal vez a algún familiar muy cercano. Observaba como quien ve un pleito o alguna desgracia y no puede hacer nada desde donde está. Así sucedía con esta mujer por lo menos una vez al día.
Él platicaba con todas, se llevaba bien con ellas, les llevaba el pan recién horneado del local de su primo, pero nunca pudo hacer amistad con ella a pesar de que muchas veces quiso acercarse. Como sucede con la mayoría de estas extranjeras, una vez que consiguen algo de dinero continúan su viaje hacia el norte. Le queda de ella esta canción, su imagen en la barra de la cantina y su silencio cuando se ponía a observar dentro de su pasado.