Ven el control de los videojuegos y cogen uno cada uno. Se instala frente a una pantalla plana. No tienen más de seis años pero sus ágiles manos conocen los controles. El pulgar que una vez fue utilizado para cortar ramas o para sacar punta a la madera y hacer armas o encender fuego, ahora es una lombriz ciega y experta en moverse a 365 grados.
Los ojos de los niños observan redondos cómo estallan las minas o un dinosaurio corre seguido por otro de mayor tamaño.
Uno de los pequeños es un pedazo de piedra en forma de hongo en la luna.
La madre platica con sus amigas. Su hijo está encerrado, a sus espaldas. No mantiene contacto visual con él. Ella conversa sobre cuestiones de belleza o moda. El pequeño no existe y no hay un puente que los conecte. Él escapa dentro de la realidad virtual y ella se distrae de la rutina diaria por la que tiene que pasar un ama de casa.
¿Leyó el ensayo del psicólogo Andrew Przybylski, de la Universidad de Oxford, que trabajó con cinco mil jóvenes de entre 10 y 15 años y, al comparar datos, descubrió que 75% de los menores que jugaron menos de una hora al día registraron niveles más elevados de satisfacción en sus vidas, además de tener rangos más altos de interacciones sociales positivas?
De acuerdo con la página oficial de los restaurantes Toks, éstos tienen 43 años “de tradición y de hacer historia en México”. La cadena cuenta 159 restaurantes en el país, en Morelos hay tres en Cuernavaca y uno en Cuautla.
Nosotros pedimos que nos llevaran el área de juegos pero nos dijeron que no tenían, sólo videojuegos. Pedimos crayolas y algunos manteles para pintar o dibujar.
Hemos leído que la Academia Estadounidense de Pediatría hizo experimentos y concluyó que cuando los niños juegan videojuegos violentos sobre una base regular, son más propensos a comportarse de manera agresiva, y posiblemente entrar en altercados físicos con sus compañeros; la sensación de miedo y sus estados fisiológicos de excitación aumentan y experimentan niveles de empatía disminuidos.
Desayunamos juntos mientras ellas pintaban caminos o llegaban al final de laberintos con las crayolas. Decidimos el menú y nos robamos comida entre nosotros.
Cuando acabamos pedimos la cuenta y una vez que nos la llevaron, nos levantamos rumbo a la caja. A nuestras espaldas los niños peces seguían entretenidos con los controles y las enormes pantallas planas. Yo tomé una fotografía mental de los comensales congelados: abriendo la boca o moviendo la cabeza, con los ojos cerrados o exageradamente abiertos, sin un solo ruido, como una escena de esas películas en las que el mundo se acaba por una explosión nuclear.