Niños y mujeres se habían ido a asomar a ese sitio localizado en la calle Jesús H. Preciado, la más transitada de la colonia San Antón (“pueblo” o “barrio” le llaman también los nativos cuando preguntan los fuereños).
Algunas mujeres mandaron a los chamacos a ver qué estaba pasando o qué regalarían. "Exámenes de la vista ", repitieron los chicos a sus madres y siguieron jugando en la calle.
Conforme el sábado pasaba, la carpa iba tomando forma de oficina oftalmológica. La gente, principalmente adultos y ancianos, se fueron arrimando. Algunos no sabían de qué se trataba aquello, suponían como cualquier pobre, que algo iban a dar, y por eso hicieron cola:
“Aquí la gente está tan necesitada que recibe todo lo que le dan, aunque sean promesas o engaños”, dijo “El Gato”, un adulto mayor, moreno, de azulísimos ojos que se encontraba sentado frente a la carpa, con sus brazos cruzados como amarrando su torso con dos trozos de pellejos morenos.
Los "doctores" (así llama la gente de los pueblos pobres a cualquier persona que se vista de blanco), esperaban a alguien para dar inicio a las revisiones.
Veinte minutos después un coche se estacionó enfrente de la carpa, sobre la calle.
De los asientos traseros bajaron dos personas. Un hombre por el lado izquierdo y una mujer por el derecho.
Él era obeso, blanco, calvo, de cabeza grande y doble papada, de lentes redondos y de bigote entrecano, tendría poco más de 60 años. Llevaba una guayabera café de manga larga desgastada, pantalones de vestir café oscuro, viejos mocasines sin lustrar y de suela muy gastada.
Sus ojillos de roedor lo observaron todo: La capilla a la derecha, enfrente la carpa y cerca de 20 personas en fila india.
Esperó a que la mujer que lo acompañaba –obesa, más blanca que él, con un vestido viejo, floreado–le diera la vuelta al automóvil y una vez que estuvieron juntos se dieron la mano y cruzaron la calle. El chofer los esperó dentro del coche.
Si alguna de estas mujeres que hacían turno se hubiera acercado a la pareja y la hubiera observado con detenimiento, se habría percatado que él y ella compartían el mismo tinte barato de cabello, y que les urgía un corte “decente”.
Él levantaba el pescuezo y estiraba la papada, buscaba entre las personas a algún conocido, quizá a quien le había organizado la actividad para que la gente que vivía en las faldas de la barranca y en las colonias populares fuera conociendo al político y, en su momento, al candidato.
Nadie llegó a recibirlos ni los caravaneó como él y ella lo habían hecho muy seguido, con altos funcionarios o con personajes con posibilidades de llegar a cargos importantes.
Los dos estaban muy molestos, pero a él se le notaba más. Estaba ahora rojo, si hubiera tenido de frente al organizador le hubiera mentado la madre, por inepto, como lo había hecho ya muchas veces en privado con los empleados menores que el partido o algún “padrino” le habían puesto a su servicio, cuando había ocupado algunos cargos públicos.
Nadie los reconoció. La gente formada los confundió con una pareja que también se había acercado a ver “qué estaban dando”.
Ella y él intentaron sonreír y comenzaron a saludarlas de mano, pero la gente regresaba el saludo con desconfianza.
Por la entrada de la carpa llegó corriendo un hombre bajo, gordo y moreno, y se acercó a la pareja, sudoroso. Les dio la mano y se presentó como el “enlace”.
Al político le temblaron los cachetes y le brillaron los ojos. Se hubiera tenido una pistola en la mano le hubiera descargado el peine completo.
El enlace, a quien la gente conocía muy bien, presentó al político y a su “señora esposa”. Dijo que el señor Fulano de tal había conseguido los exámenes de la vista gratuitos y que una vez que se les tuvieran los resultados, él gestionaría descuentos para que las mujeres y niños con problemas visuales tuvieran sus lentes: y ningún niño, ningún adulto mayor se quedaran sin ver.
De su casa a este evento, el político había definido en su extraordinaria memoria tres puntos discursivos para comunicarlos a los más de 300 asistentes que le aseguraron se reunirían para oírlo. Como siempre que se paraba ante una multitud, estaba seguro de que no sólo lo oirían, sino que quedarían convencidos de que lo que él aseguraba era verdad. Era muy bueno hablando, desde que fue estudiante en la preparatoria –cuando fue “porro”, aseguraban sus enemigos– y en la universidad. Conforme fue ascendiendo, su experiencia en la retórica aumentó y era muy conocido por haber derrotado en el pódium a muchos adversarios. En esta ocasión, sumaría algunos cientos de votos más para su precandidatura.
Pero no llegaron más de 20 personas, cinco era niños y diez personas de la tercera edad, las demás eran mujeres.
Su esposa y él midieron por última vez el terreno y a los asistentes, nunca en su vida les habían hecho una grosería de ese tamaño: veinte pinches gentes, cinco ni siquiera votarían en las próximas elecciones. Y sin despedirse de nadie, atravesaron la calle de prisa y se subieron al auto en el que habían llegado.
Los doctores sólo hicieron los exámenes de la vista a los asistentes, pero jamás regresaron a dar los resultados ni los vales para la entrega de los anteojos.
Algunos pobladores de San Antón recuerdan esa vez en que esta pareja llegó, porque años más tarde se convertirían en la pareja política más importante del estado: Saldrían en la televisión local y nacional.
A principio se hablaba bien de ellos, pero conforme los años fueron pasando sus nombres y sus rostros se asociaban al saqueo, a la soberbia, a la mentira, a la traición. Que se sepa, nadie había acumulado tanto odio como ellos y su parentela.
“El Gato”, que es uno de los habitantes más viejos del pueblo y que presume que conoció a Cuauhtémoc Cárdenas cuando era chiquito y lo hacía llorar porque le ganaba a las canicas, sentado en el mismo sitio en el que estaba cuando la pareja visitó el barrio, dice: “Desde que los vi, supe que eran unos vividores, por eso pura madre que les di la mano cuando me quisieron saludar. Tampoco voté por él”.