Salió como a los tres minutos, secándose las manos con un paliacate. Con su cara de satisfacción ordenó:
–¡Dame cinco de suadero, amigo!
Bajo un foco enfermo de tifoidea el taquero comenzó a tocar su canción nocturna, con el filo de su cuchillo estaba partiendo la carne sobre la madera.
Dentro de la ruta, dos ancianas observaban, oscurísimas, en los últimos asientos al conductor gordo, moreno y chaparrito, como de 30 años de edad.
–¿Y ahora qué hacemos?
–No sé.
–¡Deje, me bajo y le miento la madre a este animal!
–No, no, ¿qué no ve que tiene mucha hambre?. Pobre muchacho, el otro día oí una plática entre ellos, no les da tiempo de comer en todo el día, a lo mejor tiene mucha hambre.
–¡Hubiera avisado que se iba a quedar a comer, no que nos dejó acá encerradas!
–Cálmese, más pior hubiera sido que no nos hubiera levantado; es la última ruta.
–Pos sí, pero no se ponen a pensar que una también tiene hambre y cosas que hacer llegando a la casa. No metí mi ropa y mi hijo debe estar preocupado y sin cenar.
–¡Ponte suave con cinco más; con todo! Dijo el chofer al taquero y éste comenzó de nuevo con su canción tatarata.
Un perro flaco y sin collar, en el quicio de la accesoria, le contaba amores a un pedazo de hueso.
La calle tenía los ojos cerrados y no había ni un carro o transeúnte que negara que aquella escena era un mal sueño o que todos los protagonistas estaban en una película o tal vez muertos ya y nadie se había dado cuenta.
Mientras el comensal acababa con el séptimo taco, las mujeres continuaban conversando dentro del autobús.
–¡Es el último camión, ni para bajarse y tomar otro. Y para acabarla de chingar no tengo un peso!
–Yo el otro día ya no pude alcanzar la última ruta. Cuando llegué de mi trabajo a la esquina para tomarla, el camión ya iba una cuadra adelante. Le grité con fuerza y le hice señas, hasta le menté la madre para que se parara, pero se siguió de frente. Ahí me quedé llorando, arrinconada en la esquina, a oscuras, hasta que un taxi viejo se me paró enfrente y me dijo ‘Jefa: súbase, vamos a alcanzar el camión para que se suba y si no lo alcanzamos le echo un rai a Zapata’. Yo me subí al taxi, el chofer era un muchacho muy amable. Aceleró y muchas cuadras adelante alcanzamos al camión. El taxista se le cerró al camión y me bajó y yo me subí. El chofer no me cobró, el taxista, por la ventanilla, le había pagado mi pasaje, seguramente le recordé a su mamá o a su abuelita, quién sabe.
El chofer se comió 10 tacos y se tomó dos cocacolas. Pagó al taquero con un kilo de monedas y se subió a su unidad. Se sentó, prendió el motor y las luces de afuera y de adentro.
Por el retrovisor observó a dos mujeres, maduras, al fondo del túnel.
–¡Por favor, señoras, denme sus pasajes!
–No nos chingues. Nos dejaste encerradas y te fuiste a tragar, mientras nosotras nos quedamos acá adentro en la oscuridad y con mucha hambre.
–¡Ah, chinga!
–Apúrate, cabrón, ya perdimos más de 20 minutos.
Y el chofer de la ruta aceleró por la calle oscura.