Fotos: Máximo Cerdio
Quien viera a este hombre, de 74 años, podría parecerle un tanto ridículo: se ha cubierto la cabeza con una toalla blanca y sobre ella se ha enfundado el sombrero. Tiene frío, la temperatura es de menos de 18 grados Celsius y hay aire. En verano, aquí, en el Zope (contracción y localismos de zopilote, ave carroñera), ubicado en la Rivera de las Flechas de Chiapa de Corzo, Chiapas, al margen del río Grijalva, la temperatura media anual es de 26 grados.
A las 9:25 de este viernes 3 de enero, después de viajar 25 minutos desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, por la carretera federal que lleva a La Angostura, me bajo del transporte colectivo y después de preguntar por la persona que “ramea”, llegó al domicilio buscado.
La casa se encuentra a la orilla de la carretera y es de color verde. De paredes y piso de cemento y de tejas. En la entrada hay una especie de puerta hecha con trozos de madera, sobre la que alguien pintó con una brocha y pintura negra: “Tel. 961 1436714 / 961 2110265/ Sr. Que cura de/ espanto”.
Entro y veo junto a la puerta de la casa un adulto mayor, sentado, embozado en una toalla blanca y con el sombrero puesto. Lo saludo y le pregunto si se encuentra el señor que cura. Me responde que él es y después de presentarme y pedirle me conceda una entrevista acepta.
Mariano Gómez Mendoza es agricultor, originario de Chiapa de Corzo. Es hijo de Agustín Gómez Camas y nieto de Francisco Gómez Camas, de quienes heredó el secreto de curar junto con su hermano Agustín Gómez Mendoza (don Tino), fallecido hace algunos años. Tiene 30 años curando de espanto y en esa casa llega a atender entre sábados y domingos hasta a 20 personas; los demás días de la semana recibe a unos cuantos.
Cuando yo tenía ocho 7 u 8 años, mi abuela Elvira Acosta Bueno nos traía a mi hermano Javier y a mí a curarnos a este mismo lugar, El Zope, pero en la casa de don Tino.
El espanto es cabrón
─¿Qué es el espanto?
─El espanto es cabrón. Comienza en la planta de los pie; y se siente como si estuviera usté junto a la lumbre. Ya le comienzan aquí los dolor (se toca con las manos los tobillos y las pantorrillas); viene pa’rriba así (sube las manos por las piernas hasta la cintura). Y cuando ya le llega aquí, a la nuca, le comienza a chingá la presión, a tenelo inquieto o triste, pué.
El espanto da frío, calentura, dolor de cuerpo. Cuando está durmiendo, el que tiene adentro el espanto brincan; tienen pesadillas…
─¿Puede morir alguien de espanto?
─¡Ah, claro; si no se cura puede morí porque el espanto los acaba!
─¿Cómo sabe usted que una persona tiene espanto?
─Yo lo pulseo pué sus pulso. El pulso de la gente que no tiene espanto es normal, el que tiene adentro el espanto está muy agitado. Si está bien agitado sus pulso es espanto que tienen. En eso nos damos cuenta nosotro. Porque eso los acaba, los pone muy mal, pálido, amarillo cuando ya los tiene muy jodido.
─¿Por qué da el espanto?
─Por varias cosas. Porque hay quienes llevan una volcadura o se mira un accidente o cualquier otra cosa que lo agarre de sospresa… Miresté. Hace unos ocho meses una señora que estaba muy fregada, seca, seca; ya no se podía ni acostá. Porque la señora acababa de tené una su criatura. Cuando llegó un hombre huyendo que lo iban a matá y se fue a queré protegé con la señora y ahí lo mataron. Y la mujer quedó seca, seca porque vio todo eso y cómo mataron al hombre. Y yo la curé. Es malo el espanto, es cabrón, pué.
─¿A personas de qué edades ha curado?
─De todas las edades, desde criatura hasta viejito. A veces se espanta la mamá y pue está la criatura en el vientre de la mamá y es bien pendejo ese espanto porque se mete a las mamá y a las criatura. Una vez fui a curá hasta cerca de Villahermosa (Tabasco). Me dijeron si quería yo curá a dos viejito; los fui a curá. Se compusieron y después me vinieron a visitá aquí.
La espera
Le pido a Mariano permiso para que cuando llegue alguien me permita observar cómo efectúa su trabajo; él responde que sí. Se pone de pie, se disculpa y entra por la puerta del recinto seis metros más adelante hasta donde se observaba una cocina y más allá un patio. Yo me quedo en la recepción.
A la media hora el hombre sale, ya sin la chistosa toalla en la cabeza, sólo conserva su sombrero.
“Es que es viernes. Los sábados y los domingo es cuando más viene la gente”. Me consuela y se vuelve a meter.
Como a los 45 minutos vuelve a salir. Ahora no trae el sombrero. Es medio calvo y de pelo cano.
─¿Puede usted curarme de espanto?
─Sí, claro– dice, y me invita a pasar a la habitación que sirve de consultorio.
La latigueada
Mientras el hombre prepara los utensilios para la “latigueada” (rameada): traguito (aguardiente), un manojo de ruda, zacate y copal, yo doy cuenta de la habitación. De lado derecho hay un altar con imágenes de santos y de familiares del curandero. Al lado izquierdo hay una cama vieja. Todo el piso es de cemento gris brilloso.
El hombre me dice que me pare al lado derecho del altar y yo obedezco.
─Subasesté los pantalones, hasta las canillas─ Ordena y yo ejecuto la orden.
El hombre acerca al altar el metal cóncavo sin mango de lo que fue una pala de albañil y lo usa con incensario. Pone un puñito de zacate rojo. Luego le prende fuego y el humo y el olor perfumado comienzan a subir por la habitación. El hombre dice algo entre dientes; apenas alcanzo a escuchar: “Padre nuestro que están en el cielo/ santificado sea tu nombre…”.
Don Mariano se para frente a mí, me pregunta mi nombre, yo respondo y pide que cierre los ojos y que me dé la vuelta viendo hacia la pared; yo obedezco.
¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! Desde su boca, sopla el alcohol, dos veces, en cruz, sobre mi espalda. Enseguida, me toma del hombro y me voltea, a mi posición inicial. ¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! Siento la camisa totalmente empapada de aguardiente.
“Máximo, cobarde, vuelve en tu ser./ Ya está tu espíritu en tu cuerpo./ Cuerpo haragán./Quiere dejá el trabajo tirado./ Cuerpo cobarde,/ que Dios te preste tu salú./ Cuerpo ruin./ Cuerpo haragán”. Canta el curandero, mientras con el manojo de ruda latiguea mis tobillos, mis rodillas, mis piernas, mi cintura y mi pecho; llevando el ritmo de los versos invocadores.
Don Mariano repite este procedimiento en las tres esquinas de la habitación. Y yo me enredo en la suavidad de la resina del incienso, canto con los azotes de la ruda; danzo en las moléculas del chucho con rabia (perro con rabia o aguardiente) y camino como sobre nubes, obediente por donde me lleva el sanador.
“Acuestesesté en el catre, bocarriba, con las palma de las mano hacia arriba; quistesesté los zapato y los calcetines”.
En el mismo lugar que se habrán acostado más de 28 mil personas que don Mariano ha curado me horizonté (sic). Cierro los ojos para observar a mi niñez tendida sobre un mueble similar, acompañada por mi abuela cada tres meses porque “los gritos de terror de su nieto y el saperío no la dejaban dormir noches enteras”.
¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! Suelta el traguito don Mariano sobre las plantas de mis pies y me comienza a ramear con la ruda. Mil y una espinas de ixcanal (espina silvestre) me hormiguean la piel. Continúa por los tobillos, las rodillas, la cintura. ¡Fuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!
“Quedesesté ahí un momento”. Me ordena el hombre. Y yo me dejo llevar como una hoja del tiempo flotando en el Río Grijalva.
Transcurrieron cerca de siete minutos, pero a mí me parecieron siete horas en las que yo atravesé por todas las vértebras del Parque Nacional El Cañón del Sumidero, desde el embarcadero de Chiapa de Corzo, pasando por Cahuaré hasta llegar a la cortina del vaso de la planta hidroeléctrica Manuel Moreno Torres. Y fui un pájaro cayendo por los ojos de un pez desde más de mil metros de altura.
“No se vaste abañá en dos días y vaste adormí con la ruda debajo de su almohada y al segundo vaste a tirá la ruda”, me ordena Mariano.
Me pongo mis calcetines y mis zapatos. Le doy las gracias y abandono el consultorio.
Voy con menos kilos que con los que entré. Aún resuenan en mi bóveda craneana los versos de don Mariano Gómez Mendoza, el señor que cura de espanto.
Pasado el tiempo indicado, yo formaría una cruz con el manojo de ruda y la abandonaría a las 12 horas en el punto en el que dos calles se unen, como mi abuela Elvira Acosta Bueno me enseñó y “para que la medicina tenga más juerza”.
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