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Sociedad
Lectura 5 - 9 minutos

Los abismos de Cuca

Cuca es una mujer que vive en el fondo de una barranca y no sale de su casa desde hace más de veinte años. A pesar de que ha vivido en el Pueblo de San Antón desde que era una niña, muchas personas han oído hablar de ella pero no la conocen físicamente.

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–María del Refugio Vázquez era alta, blanca, muy guapa. Siempre andaba bien vestida. Era de esas mujeres que se hacían notar desde donde uno la viera –dijo Francisco Javier Olivera de la Cruz, vecino del lugar.

La privada 127 es una de las cinco que hay en la avenida Jesús H. Preciado, con una pendiente de más de 60 grados que se suicida en la barranca del Salto de San Antón. Mide poco más de dos metros de ancho y cerca de ciento cincuenta metros de largo. Por toda la bajada hay escalones rotos y frágiles como huesos de anciano. Casi siempre la superficie está enlamada porque hay permanentes fugas de aguas negras. La eterna gripa de la tubería de agua potable es de sobra conocida por habitantes y autoridades: en tiempos de lluvia bajar o subir es mortal. Lo sabe María Elena, vecina del lugar, que se despedazó el tobillo contra una piedra hace un mes, y Mario, otro vecino, que se cayó y se abrió la cabeza frente a su casa: “Llegó tomado. Se estuvo desangrando en la noche hasta que alguien lo vio y llamó a la Cruz Roja”, comentó Maricela, que también vive en una privada aledaña.

Con las precauciones que se deben tomar para un trayecto peligroso comienzo el descenso. Avanzo con pasos regulares y a veces pisando cemento y piedras en donde no está húmedo y verde.

A la mitad del camino una mujer con tantísimos años en la espalda sube con mucho esfuerzo. Va encorvada, con la mirada al piso. Tiene un bastón en la mano derecha y con la palma de la mano izquierda se apoya en la pared. No quiere ayuda, le faltan dos casas para llegar a la de su hija.

 

La casa

Seis metros antes de llegar a la última propiedad, doblo a la derecha y me paro frente a la casa de María del Refugio, como me indicaron. Hay una barda de ladrillos y se distinguen dos construcciones y un patio a desnivel. Un portón de metal me impide pasar. Grito preguntando por ella (“está casi sorda” me habían advertido). Un perro color canela responde a ladridos mientras mueve la cola desde la puerta de la segunda casa, sube por las escaleras, detrás de él va una jovencita morena y me pregunta qué quiero. El animal se calla. Pido hablar con doña Cuca y doy mi nombre. La chica se mete a la primera casa, consulta con la habitante, sale y me abre el portón, entro y desciendo hacia la puerta.

La vivienda está dividida en tres partes: un pasillo largo que es sala y cocina, y dos habitaciones del lado derecho.

Al fondo del pasillo hay una anciana sentada frente a una mesa. A su espalda hay una ventana abierta que la ilumina. Al lado derecho una estufa pequeña con unos trastos sucios, después sigue el comedor con bolsas de plástico regadas y más trastos y un teléfono; al lado una televisión analógica que es usada para escuchar las noticias y un refrigerador viejo. Detrás hay una andadera de aluminio para personas de la tercera edad y, al fondo, en una habitación sin cortinas ni puerta, una cama volteada con las patas para arriba.

Saludo a la mujer y doy los primeros pasos. Hay un fuerte olor a orines de humano. Todo está polvoso y sucio: “descuidado” es el calificativo que usan las mujeres cuando hay un sitio en esas condiciones. La anciana no responde. Avanzo y ahora grito con fuerza, seguro de que mi entrevistada no escucha. “Adelante, adelante”, me dice.

Frente a ella la saludo y le extiendo la mano. Le digo que me envía Amado Durán Morales, poblador de San Antón. Ella me extiende la mano. “Sí, Amado, pase, ahí hay una silla”, me responde. Y yo me siento frente a ella.

Una vez instalado hasta la cocina comenzamos la charla.

María del Refugio Vázquez tiene ochenta y cuatro años. Su tez es blanca y me sorprende que apenas tenga algunas arrugas. En su cabeza los años volvieron gris y blanco el tiempo. Tiene ojos grandes y expresivos, aunque apenas puede ver. Sus manos son pájaros alegres cuando platica.

–Yo vine a vivir a San Antón cuando tenía tres años. En la avenida H. Preciado había poca gente porque había quintas o casas grandes con huertas muy bonitas. Eran otros tiempos, muy bonito todo –cuenta.

–Antes la Feria de San Antón no era tan alegre (en la actualidad atrae a más de 10 mil personas diariamente y por una semana). Hace más de cuarenta años mi hermano Mundo y mi esposo Sergio Castrejón, que en paz descansen, y yo trajimos a los chinelos de Jiutepec y también bandas de viento para celebrar el 13 de junio al santo patrono del pueblo, San Antonio de Padua. Desde entonces la feria y el pueblo se volvieron muy concurridos

y conocidos –dice.

 

Mujer muy exitosa

–Yo me dediqué al comercio. Era yo muy hábil para eso. Yo tuve rutas y taxis. La tienda La Barca de Oro que queda frente a la escuela primaria Gildardo F. Avilés, en H. Preciado, fue mía. También tuve un restaurante por el Puente del Pollo, se llamaba Los Pichones, y una tienda de materiales para construcción con la que hice mucho dinero: era yo muy viva para los negocios. Cuando mi padre o alguien de mi familia cumplían años traía yo mariachis y banda y no tocaban una hora, seis u ocho horas seguidas. Y tampoco compraba que una o que dos botellas, eran cajas y cajas de licor y cartones y cartones de cervezas. Había dinero y con quien disfrutarlo, así era yo –relata.

 

Vendió carne de burro

–Cuando tenía la Barca de Oro vendí carne de burro. Me la traía gente de la Huasteca. Eran tiras de uno o dos metros de tasajo que me vendían en costales. Yo cortaba esas tiras y las vendía por cuartos o por kilos. La gente se amontonaba para comprarla. Yo cerraba temprano pero a las siete u ocho todavía de la noche llegaba gente y me tocaba la puerta cerrada para que yo le vendiera carne de burro. Riquísima.

 

Su corazón se amerita en la sombra

–Pero todo se acaba tarde o temprano. Yo comencé a subir de peso y no me cuidé. Cuando tenía yo sesenta años me puse muy grave, me comenzó a fallar el corazón y desde ahí a la fecha mi salud ha disminuido, bajé muchísimo de peso. Oigo muy poco y la vista me falla, veo sombras.

Sobre el comedor al que estamos sentados hay cosas sucias y cajas de medicina con la boca abierta. La mujer apenas puede moverse con la ayuda de su andadera, me lo ha dicho.

–Tengo un hermano, se llama Miguel Vázquez, tiene más de setenta años. Él me viene a ver cada semana, a veces cada quince días o cada mes pero estoy sola; muy pocas veces vienen los vecinos a visitarme y platicar conmigo.

No tuvo hijos aunque le hubiera gustado tenerlos:

Cuando aún era joven me detectaron quistes y me operaron. Entonces el médico, el doctor Vallejo, ¿vive el doctor Vallejo?, me preguntó “¿Cuca, quieres tener hijos o no quieres tener hijos?”, entonces yo le dije que no, sin pensarlo mucho: yo era joven, muy bonita, vanidosa, y creí que mi juventud me iba a durar siempre. Yo me sentía… mmmm, para qué le cuento. Si no ya tuviera hijos tendrían más de sesenta años. Me arrepiento de eso, de no haber tenido hijos, sobre todo ahora. Mi madre también me lo decía, llorando, “Cuca. Me preocupa que no tengas hijos, que cuando estés vieja como yo nadie cuide de ti, eso me pone muy triste, Cuca”. Yo consolaba a mi madre y le decía que no se preocupara, que no tenía hijos pero para eso estaban mis cuatro hermanos, para que me cuidaran.

 

Ya lo vi todo

Le pregunto a Cuca si tiene curiosidad por salir a la avenida principal, porque la vida y las cosas han cambiado mucho desde que ella permanece en el fondo, a la orilla de la barranca.

–Tiene veintitrés años que no salgo de aquí. No tengo a qué salir, ya lo vi todo. En ochenta años que llevo viviendo en el pueblo he visto mucho más cosas que todos juntos – dice.

Yo me despido de ella. Los dos tenemos el compromiso de volver a sentarnos a su mesa para platicar; yo de lo que pasa afuera, en la calle, más allá de la privada, ella de lo que ocurrió hace muchos años en este pueblo.

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Máximo Cerdio

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