El coordinador general de Reinserción Social en el Estado, Lucio Hernández Gutiérrez, dijo que en esta cárcel hay 298 personas, aunque la capacidad es para 134. Cinco o seis internos ocupan una celda, y éstas cuentan con una superficie que mide tres por tres metros cuadrados. Hay 40% más de sobrepoblación.
Todos estaban limpios recién, bañados, rasurados. Las mujeres –algunas muy jóvenes, otras ya maduras– se habían peinado con esmero y tenían un maquillaje, no para una fiesta de noche, pero sí como para recibir visitas importantes. Algunas miraban de frente de una manera dura; otras esquivaban la vista a las autoridades y a los reporteros, algunas sonreían disimuladamente: ¿las reconocerían? Algunas habían matado, robado, defraudado. Estaban juntas, eran 26 y las vigilaba de cerca una celadora joven muy bien uniformada.
Los compañeros del Chicles y del Pelochas habilitaron la cancha de basquetbol y patio, pusieron cuatro sillas de plástico para delimitar el ring y un encordado imaginario; también llevaron cubos para el agua que refrescaría, y en su caso, lavaría las heridas de los contendientes. Sus compañeros también los vendaron y les ajustaron los guantes.
En la orilla del patio de cemento, pegados a la pared, el médico y una enfermera esperaban que la sangre los llamara.
Si el Chicles y el Pelochas hubieran tenido diferencias las habrían arreglado a puñetazo limpio y no habrían tardado ni dos minutos de pie (el director de la cárcel distrital de Jojutla, Eduardo Rojas Reséndiz, había declarado mementos antes que en temporada de calor las riñas entre internos aumentan un cincuenta por ciento más que en otras temporadas); pero ahora era diferente: era una pelea de exhibición, cierto, pero ninguno se podría dejar ganar así como así; tampoco querían quedar mal ante sus amigos y enemigos, ante las autoridades, ante los reporteros ni ante las mujeres que los observaban sin perder detalle.
El réferi llamó a los boxeadores al centro del cuadrilátero y les dio las instrucciones de ley:
–No golpes bajos ni de conejo; no patadas ni chingadazos con los codos ni con la cabeza, no dar la espalda, a mi llamado se separan. Qué gane el más chingón.
Con una campanada imaginaria comenzó la contienda a tres asaltos de tres minutos cada uno.
No hubo raund de estudio, los rivales salieron a despedazarse con volados a la cara y al cuerpo. El Chicles, más delgado que el Pelochas, tenía algunos principios de box y comenzó a meter jabs al Pelochas, que se enconchaba como cochinilla.
Todos guardaban silencio. Los guantes chocaban, los golpes secos contra los cuerpos hacían pujar a los hombres.
Entre cruzados y ganchos, los gladiadores se fueron acabando el primero y el segundo raund. La puntuación favorecía al Chicles.
Y dio inicio el último asalto:
Uno de los reclusos cogió un micrófono y comenzó a narrar:
–Señoras y señores. Arrrrranca, este raun entre el Chicles y el Pelochas, dos de nuestros mejores exponentes en el deporte de los puños. El Chicles mantiene a distancia al Pelochas, que con la guardia bien puesta se aproxima al Chicles: se ve que es gran fajador y le gusta el intercambio de golpes en corto.
Al principio, el público gritaba tímidamente: “pégale, goléalo; no, no, así no”, pero una vez que tomaron confianza, los espectadores se descocieron como si estuvieran en la Arena México:
–¡Pártele su madre, Chicles!
–¡No seas pendejo, Pelocha, en las costillas!
Mientras, el narrador le ponía emoción:
–Se dobla pero no se cae. ¡Parece que se alimentara de golpes!
–¡Lama Lama Lama Lamitaaaaa! –gritaba uno desde la planta alta, imitando al comentarista de Box Azteca Carlos Alberto Aguilar y en referencia a Eduardo Lamazón.
De pronto, el Chicles cruzó al Pelocha con un izquierdazo a la cara. Y la sangre encendió al respetable:
–¡Pártele su madre Chicles!
–Pinche Pelochas, no te dejes, wey!
–¡A la bio, a la bao, a la bin bon va; el Chicles, el Chicles, ra ra ra! –gritaba el mujeraje.
Los dos boxeadores terminaron exhaustos el tercer asalto.
En seguida, los jueces se tomaron su tiempo para deliberar y concluyeron que la disputa había acabado en un empate.
–Cien puntos para el Chicles y cien puntos para el Pelochas.
El réferi levantó las manos a los dos, y el respetable se dejó venir con un unánime chiflido maternal
–¡Fi fi fi fi fi!
Los rivales se dieron un abrazo pero en los ojos del Pelochas se veían que aquella madriza que le había acomodado el Chicles delante de todos no se iba a quedar así.
La premiación siguió hasta cerca de las 13:00 horas. Casi todos los internos se quedaron a ver la entrega de premios por otras disciplinas deportivas, aquí en esta cárcel en donde según el director Eduardo Rojas Reséndiz, en esta temporada de calor las riñas y altercados entre los presos aumentan hasta en 50 por ciento.
Lo último fue, en verdad, muy aburrido para los funcionarios y para la prensa, pero no para los reclusos que ese día disfrutaron hasta el último minuto del espectáculo que por un breve pero intenso tiempo los había liberado de su rutina.