El motor de la unidad también hacia un ruido infernal. El movimiento del motor hacía tronar la carrocería del autobús.
Afuera la bulla de los coches y camiones era ensordecedor: 7:50, hora de entrada de los niños a la escuela.
“¡Señora, métase, está contando el contador!”, gritaba el chofer a la anciana, pero ésta no escuchaba, se aferraba con sus dos manos a un tubo, mientras su compañera de adelante trataba de encontrar con una sola mano la credencial para su descuento.
Viendo que ninguna de las mujeres se podía mover, el conductor paró su unidad, hecho esto se incorporó, brincó la palanca de velocidades y le puso la mano en el hombro a la anciana que activaba el sensor para que avanzara, más que para ayudarla para empujarla. La mujer dio un paso y el sensor se desactivó. Una vez que la ruta estaba en reposo, las mujeres pudieron sacar el dinero y la credencial, pagaron al operador y éste puso en marcha la unidad, muy pero muy enojado:
“¡Saben que van a subir y no preparan su dinero ni su credencial!”, refunfuñó.
La palanca de velocidades se trabó y el motor produjo un ruido como el de una bestia mecánica adolorida:
“¡Échale salivaaaa!”, gritó alguien desde una ruta en contra flujo.
Cuatro cuadras más adelante al enfurecido chofer, le esperaba otra sorpresa.
Dos chicos universitarios pidieron la parada y el conductor se orilló. Subió la chica y detrás de ella el muchacho. Mientras ella pagaba, el conductor le gritó al chico que se metiera porque el sensor le estaba marcando entradas, pero el muchacho tampoco escuchó y el chofer volvió a insistir; el pasajero entendió y subió más, pero cuando el sensor dejó de sonar e iba a poner en marcha el autobús, cuatro niños con sus mochilas y una mujer estaban casi en el estribo. El sensor comenzó a sonar de nuevo; los niños, de aproximadamente 5, 7 y 8 años entraron a la unidad y la mujer quedó al último. La unidad arrancó. La mujer pagó tres pasajes y el chofer le reclamó que faltaba uno, a esto la mujer respondió que el pequeño no pagaba pasaje todavía y el chofer le dijo que sí pagaba porque el sensor lo había marcado y que si no pagaba lo iba a bajar… La mujer vio al chofer muy enojado y con sus grandes ojos negros le mentó la madre muchísimas veces, en silencio, casi pudo ver al enorme gorila bajando del pelo al pequeño…
Un hombre maduro que se encontraba en la cuarta fila dijo en voz alta:
“Uno no tiene la culpa de que les pongas estas chingaderas ni que les descuenten”, refiriéndose a los arcos contadores, que según se ha publicado en la prensa ha sido motivo de queja por parte de los operadores, ya que los dueños si les descuentan hasta 150 pesos porque la cuenta (el dinero que entregan) no corresponde con el número de entradas que marca el contador.
“No tiene uno la culpa de su pinche humor. Mire, apenas son las 8 de la mañana y ya andan tragando bilis”, afirmó en el mismo tono una mujer joven, quien seguramente había leído que los conductores trabajan más de 12 horas seguidas, que casi no comen, ni van al baño porque les descuentan los minutos que pierden en satisfacer sus necesidades fisiológicas básicas…
Otra mujer criticó el estado deplorable de las unidades. “Los animales van más cómodos cuando los transportan”, aseveró, quizá respondiendo al líder transportista Dagoberto Rivera Jaimes, quien expresó a unos reporteros que las unidades estaban en mal estado porque los usuarios las maltratan.
El conductor de la ruta avanzó por las calles de Cuernavaca, con la cara fruncida y la boca más amarga que el alma de un diputado plurinominal.