Vinieron con el coronavirus y posiblemente se irán con él…
Los tres animales llegaron al barrio por ahí de junio del año pasado, cuando la gente de veras tuvo miedo de salir de sus casas porque podía quedar muerto ahí, en la banqueta, víctima del virus que amenazaba con extinguir a la humanidad y que puso por primera vez en un semáforo color rojo a todo el estado.
Por el cielo, las parvadas de cotorras firmando el cielo azul eran más frecuentes y su graznido en pleno vuelo o sobre las copas de algunos árboles altos subía a primer plano entre el aparente silencio que se había instalado en San Antón.
Pocos autos y camiones transitan durante el día por la calle H. Preciado, los canes se podían distinguir muy bien porque eran tres y andaban siempre juntos.
Cuando el mayor y más gordo se ponía en cuatro patas, los demás lo imitaban e iban hacia donde él se dirigía.
Después de algunos meses de haber llegado, los vecinos les pusieron trastos con agua en la banqueta, luego les daban de comer sobras de comida casera en cacerolas vieja. Los perros comían y bebían cerca de la panadería del barrio, frente a una puerta de una vieja casa en ruinas.
Hace como cuatro meses, al pie de un portón de metal de una casa no habitada, los vecinos acondicionaron una tarima de madera y sobre ésta unas cajas de plástico con cojines. También arrimaron algunos botellones de plástico reciclados para agua. Allí los perros duermen.
Los animales son de raza criolla, de estatura mediana. El de color café, blanco y amarillo es el jefe, es el más grande y se ve más viejo. No mueve la cola con las personas que le dan de comer o lo saludan. Siempre está observando a su alrededor y decide cuándo hay que parar o cuándo hay que caminar en su territorio que comienza en Chulavista y acaba antes de la privada de Los Zorros; ahí hay otros perros resguardan zona.
El otro es el más chico, es de color rojo o amarillo. Él es despreocupado, se dedica a ser perro, come, olisquea, orina, defeca y se tira en medio de la banqueta a dormir como cualquier canino de cualquier barrio de Cuernavaca.
El otro es el Negro. Carece de cola, tiene una parte de la cara y el pecho y las patas de color amarillo o blanco. En realidad, por él fueron aceptados sus dos compañeros en el barrio y hasta les pusieron cama, comida y agua.
El negro no parece perro, es muy inteligente.
Por la mañana, cuando las vecinas sacar a pasear a sus canes, casi todos de raza pequeña, el negro, seguido por sus dos amigos, protege a los perros y a las vecinas. Camina a la zaga de los animales y se detienen cuando ellos se paran, olisquean u orinan.
Al principio, algunas vecinas arrojaban piedras invisibles al negro y a los dos perros, pero con el tiempo vieron que lo único que querían era proteger o hacer compañía en esas caminatas y desde entonces se dejan seguir. Ahí, todos se vuelve una verdadera manada: la vecina con las correas y los perros delante. Al lado va el negro, vigilando, y atrás los dos perros avecindados. Así van hasta que las vecinas entran a su domicilio y los perros guardianes se regresan para buscar a más personas y más perros que acompañar.
Durante todo el día los animales recorren la calle H. Preciado, se acuestan al sol en las banquetas o en el arroyo vehicular y ahí permanecen por mucho tiempo como si fueran cadáveres, o se acercan a las personas a mediana distancia en las bancas del costado de la capilla.
Por la noche se divierten correteando a los autos y camiones.
Nunca se ha oído que estos perros ladren.
No se sabe si alguien les ha puesto un nombre.
La gente piensa que en cualquier momento se van a ir a otra colonia. Vinieron con el coronavirus y posiblemente se irán con él.