Mudarse de residencia es algo común para muchos artistas, desde quien busca una nueva oportunidad laboral, hasta los que emigran huyendo de la violencia. El punto es que se cambia de residencia, aunque sea dentro de la misma ciudad. (Claro que esto también nos habla de la precariedad de la vivienda de los artistas, que pocas veces pueden comprar una casa a crédito, pero dejemos de lado el por qué y enfoquémonos en el cómo).
Se deja una casa y se va a otra, eso puede parecer sencillo, pero es todo un asunto. Es algo que puede llegar a ser adictivo, por esa sensación de renovación, de cambio, de novedad. Un nuevo hogar es la oportunidad de ver todo de nuevo, de aprender cosas, de reiniciar.
Se cambia de barrio también, se conocen nuevos vecinos, tenderos, taqueros, caminos, atajos, sonidos. Con esa nueva visión, además, a veces se olvidan o se dejan atrás malos recuerdos de lugares antiguos. He conocido personas que han vivido en el mismo lugar por 40 años y conservan cosas viejas y vivencias añejas, muchas dolorosas, que recuerdan cada día. Entonces, mudarse es también liberarse de hechos o asuntos complicados.
De lo que más me gusta al mudarme (he hecho muchas mudanzas en los últimos 25 años) es ver cómo se mira el atardecer desde mi nueva dirección. Ha habido lugares en que no se ve el cielo abierto y otros (como ahora) donde se aprecia la caída del día y el inicio de la noche con detalles hermosos.
Hay gente nueva cuando uno se muda, lo que nos permite nuevas relaciones y una forma diferente de afrontarla. Algún día tuve vecinos nefastos y me llevaba mal con ellos, pero ahora casi no tengo contacto con quien vive al lado, eso me agrada.
Las vivencias nuevas son un tema importante, que también están determinadas por el contexto. Hace años, mi hija y yo nos mudamos a una zona de la ciudad relativamente nueva, con muchos migrantes y una dinámica social bastante serena. Aprovechábamos para caminar mucho, ir al parque a jugar, comer tacos o solo pasear. Una cosa que nos sorprendió fue que ahí aún se pedía calaverita en noviembre. Fue algo mágico, pues veníamos de una ciudad donde la gente ya no salía en la noche con sus hijos por la violencia. Aún tenemos recuerdos significativos de ese lugar, que no habríamos podido tener de otra forma.
¿Cómo se escribe de un nuevo hogar? Creo que solo puede hacerse con cierta distancia, con la perspectiva que da el tiempo. Así que para escribir de ciertos detalles, solo lo hago cuando algunos años después los recuerdo y puedo recrearlos con menos carga emocional. Y sí, a veces ocupo estos asuntos para mi literatura, claro.
He escrito en diferentes ciudades, porque he vivido ahí. Mi vida en Cuernavaca fue más que nada el inicio de mi arte literario, además de que ahí nacieron mis primeras obras, las que he terminado a lo largo de un par de décadas. Mi vida en Chiapas fue breve, unos 6 meses, pero fue tremendamente intensa, aunque no tuve muchas posibilidades de escribir.
Mi vida en Toluca igual fue fugaz y allá escribí algunos poemas y cuentos, en los atardeceres grises y las noches frías. Mi vida en la CDMX en 2019 fue intensa y de muchas emociones, pero escribí bastantes cosas nuevas, especialmente en cafés del centro o la colonia Juárez.
Mi vida en Querétaro es la más tranquila y equilibrada hasta ahora. Es un lugar donde he tenido quizás menos anécdotas interesantes, pero donde más y mejor he escrito, por eso vivo aquí, aunque mi corazón se ande paseando por otras ciudades con frecuencia.
Lugares a donde volvería para escribir con alegría son Taxco, Guanajuato, Zapopan, Veracruz y Puebla, aunque nunca viva ahí. Una ciudad especial para mi corazón es Iguala, Guerrero, a donde siempre voy feliz, aunque aún no sé bien por qué.
Mis viajes futuros me deparan muchas ciudades, algunas en las que quizás viva, por un tiempo, porque mudarse es una forma de vivir, de experimentar y de ver el mundo de un modo especial, para luego escribirlo.