Sociedad
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Los largos viajes en tiempos del covid-19

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Mi sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo”.

El viaje de Puebla a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas fue mortal. Superó por mucho al éxodo maldito que hicimos el año pasado al Nevado de Toluca.

El día 26 de diciembre salí a las 7:30 de la mañana de Morelos. Recién el gobierno estatal había decretado el regreso al semáforo rojo; iría a Puebla, que estaba en anaranjado para llegar a Chiapas, cuyo semáforo estaba en verde. Con esta escala quise evitar el peligro de contagio por coronavirus covid-19 en la Ciudad de México, que también estaba en rojo.

En 13 horas estaría en casa de mi padre, con mi familia, cenando algo rico y después dormiría más de ocho horas para reponerme del viaje.

Llevaba una mochila grande, corriente, que se descompuso del cierre cuando subí al transporte que me llevaría a Puebla. También cargaba una caja de cartón con dulces de Huazulco para mi padre.

Iba solo y con poco dinero, así que tomé un camión en Cuernavaca y antes de las 10:30 ya estaba en la entidad vecina.

La terminal de Puebla a donde llegó el Estrella Roja estaba a la mitad de su capacidad. Había varios policías en la estación viendo que todos estuvieran cubiertos: muchos niños, gente joven, adultos mayores arribaron después de navidad. La gente portaba cubrebocas pero no guardaba la sana distancia. Muchos irían hacía el sur y el sureste. Probablemente había infectados por covid-19.

Llegando a la terminal pregunté por una estación de autobuses que me llevara a Tuxtla Gutiérrez, Chiapas y me indicaron que caminara algunas cuadras para llegar. Más adelante volví a preguntar y me dijeron que la terminal estaba frente a mí.

Aquello era un corral o chiquero o un estacionamiento. Leí en una lona que había corridas a mi lugar de destino y un hombre bajito, con aspecto de teporocho, me dijo que lo siguiera, que había boletos. Entré a una galera. Un hombre gordo y calvo acompañado por una mujer comían pedazos de pollo en el escritorio. Cuando me vieron me preguntaron que a dónde viajaba. A Tuxtla, respondí.

-Hay una salida a las 1 y la otra es hasta la 8 de la noche, pero la de la 1 cuesta 750 pesos porque no hay corridas hasta mañana a las 11.

Pagué el boleto que se me hizo caro. Me extendieron un recibo de esos que venden en las papelerías, sin membrete. Me quedaban sólo 400 pesos en la cartera.

Me senté en una banca de madera a esperar, luego salí a buscar algo de comer, pero se me hizo antihigiénico lo que vendían en una fonda.

Mientras estuve ahí, llegaron más pasajeros, algunas familias de tres o cuatro integrantes llevaban comida en las manos; no eran personas de dinero, sino gente “sencilla”, es decir, gente pobre.

Regresé a mi banca de madera y le pregunté al calvo, que hablaba por celular con alguna persona, si el transporte era puntual y si entraba ahí, a la terminal. Sí, me respondió enfático.

A la 1 de la tarde el calvo me dijo que ya había llegado el camión, me quería ayudar a cargar mi caja pero le dije que no y cargué con las cosas. Pensé que el transporte era de dos pisos, con espejos negros grandes. Me imaginé los asientos de adentro cómodos para descansar, algún contacto para cargar mi celular que tenía sólo 20 por ciento de batería. Como a las 11 de la noche llegaría a mi destino, pagaría un taxi y dormiría en casa de mi padre.

Salimos de la estación y cruzamos un bulevar. Ahí había una camioneta Chevrolet destartalada y tres hombres, morenos, uno de ellos llevaba guantes negros, bajo de estatura, con un tremendo abdomen me dijo que me subiera. Voltee para reclamar al calvo y éste ya se había ido. Subí en el espacio del copiloto porque los dos hombres subieron al asiento de atrás. El del abdomen grande subió al espacio del piloto y encendió la camioneta. Hice unas fotos discretas.

-El autobús no pueda llegar hasta acá, vamos a esperarlo, es de paso –explicó a los tres pasajeros.

Mientras avanzábamos por esa avenida grande sentí que me había llevado la chingada. Recordé las fotografías de secuestradores y asaltantes que manda la Fiscalía a mi correo y a mi celular. Pensé en abrir la puerta y correr en cualquier oportunidad.

El piloto, por teléfono, iba contestando a alguien.

-Ya van conmigo, dejó a los dos y llevo al otro a la estación de gas.

Llegamos a un entronque y bajaron los dos pasajeros. El piloto me dejó sólo y los acompañó, los vi por el retrovisor. Amarré la correa de mi cámara a mi mano, como si con ella fuera yo a golpear a alguien. Saldría corriendo y dejaría la caja, cargaría nada más con la mochila porque ahí llevaba mi laptop y accesorios, además de ropa y libros. En eso pensaba cuando llegó el chofer y se subió.

-Ellos van a Oaxaca, ahorita te voy a llevar con los que van a Chiapas –me dijo.

El comentario del conductor me tranquilizó un poco, además ya no iban atrás los otros pasajeros. En pocos minutos llegamos a un estacionamiento donde había varias gasolineras, a orillas de una carretera amplia. Me bajé y pregunté al chofer a qué hora pasaría mi camión y me dijo que en un momento. Se acercó un hombre como de sesenta años con un celular en la oreja y lo saludó.

-Él se va encargar que te subas a tu autobús –me dijo el conductor y se despidió.

El hombre con el que me encargaron se me acercó y me dijo que mi camión a Tuxtla venía retrasado una hora, que tendría que esperar.

El espacio era amplio, como para un estacionamiento. Había un comedero, cafeterías y otros negocios, la mayoría cerrados. Más allá estaba la carretera con un segundo piso por donde pasaban camiones y tráileres de doble remolque.

Transcurrieron dos horas y el autotransporte no llegaba, el hombre que me ayudaría a abordarlo ya no estaba allí: me habían hecho pendejo y pensé en parar un taxi para que me llevara a alguna línea con salidas al sureste, sacaría dinero en el banco y llegaría a Tuxtla.

Quería golpear a alguien. El pelón era el responsable, pero si regresaba a reclamarle me madrearía, me robarían y me quedaría ahí, en Puebla, sin dinero y sin saber dónde chingados estaba yo.

Me convenía quedarme callado y esperar a que el vehículo rumbo a Tuxtla pasara como de nuevo habían prometido. No pasó, lo que pasó fue el tiempo.

En eso pensaba cuando el hombre que me embarcaría llegó.

-El autobús ya no va a pasar. Hay que esperar a que salga el de las 8 de la noche. Hay cuatro pasajeros más que se van a ir en ese. Si quiere que le regresemos su dinero necesita hablar con el encargado, le doy el teléfono para que venga a dejarle su dinero, pero no hay corridas ya ahorita, hasta mañana.

-Si me asegura que en ese me voy sentado, espero, no me queda otra –contesté.

Me sentí impotente y encabronadísimo. No podía reclamar, había riesgo de que me dejarán ahí, con el poco dinero que tenía.

Fui a caer en una red de enganchadores. El lugar donde compré mi boleto era sólo un sitio desde donde estos sujetos buscaban asientos en los distintos camiones de pasajeros que no pertenecían a ninguna línea de transportes, no tenían seguro para viajeros y las condiciones mecánicas de las unidades eran deplorables.

Me resigné, quería llegar a casa en el transporte que fuera.

Me dirigí al comedero a comprar dos tortas, sin aguacate, y me las comí con hambre pero con coraje. Luego vi una cafetería y fui a comprar un café americano grande y un pay, y regresé al sitio donde me había dejado mi contacto. Me senté en mi caja de cartón y me hablé a mí mismo: ¿cuántas pendejadas no has pasado? No hagas corajes, resuelve este problema y no llames a tu familia, no le des más preocupaciones.

Conforme fue oscureciendo, el lugar en donde me habían dejado se fue llenando de personas y camiones, iban a Oaxaca, Veracruz, Tabasco, Campeche, ninguno a Chiapas; dieron las 9 de la noche y nosotros no salíamos.

Se me acercaron un muchacho con su esposa y una niña de tres años. El joven me preguntó si iba a Chiapas y le contesté que a Tuxtla. Nosotros vamos a Huixtla, pero de ahí a Mazatán, de donde soy originario, precisó.

Ahí comenzamos una plática de paisanos, hablando un poco en chiapaneco para reconocernos.

El chavo me dijo que había como ocho que iban a Tuxtla y a Tapachula y que esperaban también el autobús.

-Quiero pedirle un favor –me dijo el joven.

-No tengo dinero y mi hija y mi esposa necesitan comer. Quiero pedirle que me preste un dinero, le voy a hablar a mi hermano para que le transfiera; él me dice que yo busque un Oxxo pero aquí cerca no hay y no quiero dejar a mi esposa y a mi hija solas, qué tal si viene el bus y me deja. Si me da el dinero en efectivo le digo a mi hermano que le ponga en su cuenta ese dinero.

No estaba yo para andar confiando en la gente, después de la chinga que me estaban poniendo los poblanos, pero había una necesidad y no tuve más que darle al muchacho el dinero.

Lo recibió y fue a comprar tortas, un jugo y comieron allí, parados.

Yo no pensé en recuperar mi dinero. Me quedaban un poco más de doscientos pesos en efectivo y pensé que en cuanto paráramos a cenar durante el viaje a Chiapas podría yo invitarle a esa familia una buena cena, si aceptaban tarjeta de crédito.

A eso de las 9:30 de la noche mi contacto se acercó y me dijo que el transporte ya había llegado.

Lo que se estacionó frente a nosotros no era ni por mucho lo que el pelón hijo de su pinche madre había prometido; se trataba de un camión viejo que, según mi contacto, tenía sólo la apariencia de viejo porque tenía una máquina recién ajustada y era cómodo, además de que tenía televisión y WC.

Éramos como 10 pasajeros, subimos de prisa. A mí me dieron el asiento número 4 y a la familia costeña asientos en medio. Queríamos salir ya, pero al parecer iban a esperar hasta que se llenara.

Subieron el operador y una mujer menudita, de unos cincuenta años, pelo rojo; ocuparon el asiento del piloto y el cuarto asiento de los pasajeros.

Una hora después subió una familia de ocho integrantes, había tres hombres que iban en estado de ebriedad.

Eran paisanos, lo supe por el acento. Diez minutos después que se subieron comenzaron a gritar – en chiapaneco- al piloto para que saliéramos de allí; a la media hora el transporte arrancó y más delante se estacionó en la gasolinera para cargar combustible; de allí, 20 minutos después salió rumbo a Chiapas.

No tenía baño y había un solo monitor viejo que apenas servía.

Se desplazaba muy lento: en esta chingadera vamos a llegar en tres días, pensé.

El autobús era un animal enfermo, había librado sus mejores batallas treinta años atrás.

Ahora le sonaba todo. La carrocería, el guarda equipaje, las ventanas chirriaban. La caja de velocidades sonaba en los cambios como una tina de peltre con piedras: tatarateaba. Avanzábamos como si fuéramos de culo, entre la antología de ruidos del camión que se iba convirtiendo en un sonido raro. Yo me entretenía tratando de adivinar de dónde salían esos ruidos, como cuando iba a la sala Nezahualcóyotl a escuchar los ensayos de la sinfónica y cerraba los ojos para adivinar qué instrumento estaba sonando.

De pronto, detrás de mí un poderoso sonido como un carburador ahogado en un mar de gasolina o como una enorme bestia a punto de morir por asfixia. Voltee y era un hombre con olor a alcohol. Dormía en el asiento con la boca abierta hacia arriba y se abrazaba a sí mismo.

En ese hocico y en esa garganta cabían todos los felinos del mundo.

El hombre león callaba por minutos, como agarrando fuerza y después soltaba un rugido más poderoso que el anterior.

Mientras el felino consolidaba su poderío entre todos los demás ruidos menores, la caja vieja de velocidades le hacía segunda matraqueando el fondeo de la carrocería del viejo carro.

Un niño asustado preguntó:

-Mamá qué es ese ruido –nadie le dio respuesta e insistió dos veces.

La madre entre sueños contestó:

-Es un ronquido.

-¿Cómo es ese ronquido mamá?

Los ronquidos, el ruido del transporte, la luz de los camiones y autos en contrasentido y mis dolores de rodilla y cadera no me dejaron descansar.

El chofer hizo varias paradas durante el viaje, el bus no llevaba WC y muchos teníamos ganas de orinar.

En una estación de gasolina el conductor hizo parada para cargar combustible y muchos bajamos. Algunos fuimos al baño y otros a comprar chatarra en una tienda. Él se bajó con una herramienta en la mano y fue a ver el ruido de la caja de velocidades, se metió por debajo de la bestia como Jonás dentro de la ballena y con un martillo le dio algunos golpes a un fierro.

Cinco minutos después partimos. Una mujer se estaba quedando en la gasolinera y ante los reclamos de algunos pasajeros, el operador metió freno y esperó; la pasajera subió a los pocos segundos.

No sé cuántos minutos pude dormir, me dolía la cadera y las rodillas. Me volteaba como un feto enfermo dentro del vientre de su madre.

El temor de que en cualquier momento el armatoste se descompusiera y todos los pasajeros quedáramos a merced de los asaltantes de carreteras que abundan en temporada de vacaciones era una garrapata que me sorbía el sueño.

La luz del día iluminó el camino de la bestia. Había tramos en los que iba a vuelta de rueda por las reparaciones, en algunas zonas el operador se animaba a rebasar a los tráileres de doble remolque cargados.

Un anunció en el que se leía “Termina Tabasco y comienza Chiapas” me dio esperanzas; faltaban poco menos de media hora para llegar a mi destino: si esta chingadera se desarma, me voy caminando a mi casa, pensé.

Con el último latido de energía que quedaba a mi celular, avisé a mi familia que llegaría en dos horas y media o tres a Tuxtla.

¿Qué había yo hecho para merecer todo ese martirio? (Mi sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo, dice el tango.) Alguien se portó muy mal y Dios se equivocó y me estaba castigando a mí.

Llegamos a Tuxtla el domingo 27 de diciembre a las 9:55 de la mañana, a una calle abierta, no a una terminal; todos queríamos bajar de aquel instrumento de tortura. Yo me apresuré y fui el primero que puse mi pie en el asfalto y me sentí como un astronauta regresando a su planeta.

Salí casi corriendo a buscar un taxi o a esperar a que mis familiares fueran a rescatarme; y así lo hicieron.

Sólo una cosa celebré de ese viaje: había ido solo y mi familia estaba a salvo de todo el sufrimiento que yo había pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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