La frágil membrana de sombras era desgarrada una y otra vez por las navajas de la luz de los relámpagos.
Ruidos de luz tras ruidos de luz tronaban burdos sobre una extensísima lámina de metal.
La tormenta no mandó sus avisos con vientos, aunque sí se pudo observar en lo alto las nubes grises cargadas con agua, pero estas señales ya pocos las pueden leer.
La tempestad comenzó como jugando, como una mínima lluvia, y poco a poco fue tomando fuerza hasta formar ríos en las calles.
Nadie se la esperaba con la potencia y la duración con la que ocurrió; si bien hay lluvias en otoño, éstas pierden fuerza con la entrada de la estación que deshoja los árboles.
La tormenta se extendió por esta ciudad y por municipios colindantes, metió a casi toda la gente a su casa y solamente algunos automóviles como zombis deambulaban bajo aquel torrente que parecía no tener fin.
En Cuautla, hubo granizos y algunos pobladores sacaron fotos a algo así como un racimo de uvas o elotes, pero con breves bolitas o granos de hielo.
Uno que otro juangabrielón estaría en su palmera imaginaria o debajo de la cama durante la tormenta que en momentos parecía el tiradero de muebles que un dios ebrio en su afán de encontrar el interruptor de la luz de un hogar inventados por él mismo.
La lluvia, para los extranjeros, es una puerta de entrada a sus recuerdos de un niño que va desapareciendo ante la imposibilidad de regresar al barrio que los vio nacer; a la casa en que se guarecían de la lluvia; a las calles que veían a través de la ventana en un hogar tibio.
En algunos hogares, cuando llegó la luz, encontró muebles domésticos flotando en una habitación de interés social como en un mínimo océano o sorprendió dormidos a los que se acostaron esperándola.
Aún es tiempo de agua. Son las últimas lluvias de esta década en que la naturaleza nos recordó que estamos de paso en este planeta: el sismo del 19 de septiembre de 201; una balacera en el centro de Cuernavaca más real que la de cualquier película protagonizada por Keanu Reeves, y un virus microscópico que ha matado a millones en el mundo y a decenas de miles en México y que puede aplastar a todo ser humano en la Tierra.
¿Todavía nos pega el agua en el cuerpo, sentimos en nuestra piel el frío y la humedad? ¡Estamos vivos! Otros no tuvieron esta suerte, entre el cielo y sus huesos los goterones horadan la tierra, hacen surcos y lo llenan todo.
Hay hombres que ya no temen a las tempestades, ni la lluvia los lleva a sitio alguno, ni les alegra o enoja la borrasca, tampoco les motiva escribir, aunque los manden a fabricar un discurso con metalenguajes hidráulicos; no es que quieran, tienen desierto el corazón y en él se ahogaron todas las tormentas y todos los océanos del mundo.