Sociedad
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El día que tomamos la Alhóndiga de Granaditas

El humo brotaba del suelo; los cañones tronaban como mínimos rayos manuales. Pero nosotros, la indiada, sin armas de fuego avanzábamos.

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Tetelpa. Los proyectiles pasaban zumbando al lado de mi cabeza. A un lado un compañero recibía un obús en el pecho; adelante un español se cubría el rostro enceguecido: le habían dado. Más arriba, en la atalaya, un grupo de gachupines protegía a la Patria encadenada. Esto pasó a las 18:20 horas.

Al cura don Miguel Hidalgo le volaba la melena avanzando a grandes zancadas; Ignacio Allende estaba perdido entre las cenizas: ambos peleaban encarnizadamente contra una decena de furiosos españoles, después de que, abanderados con la imagen de la Virgen de Guadalupe, habían liberado a un grupo de indios de las cárceles y derrotado a los guardias.

Una vez que un valiente jinete rescató a la Patria en su poderoso caballo, nuestro objetivo fue tomar la Alhóndiga de Granaditas.

El humo brotaba del suelo; los cañones tronaban como mínimos rayos manuales. Pero nosotros, la indiada, sin armas de fuego avanzábamos.

Los envoltorios daban en los cuerpos de los indios o de los españoles y se esparcían como humo; o caían en el suelo y rodaban arrojando fragmentos de ceniza.

El segundo intento por tomar el fuerte improvisado fue en vano. Nuestro ejército estaba diezmado. La puerta de la Alhóndiga era demasiado fuerte, entonces un indio se puso en la espalda unas una loza embarrada en brea y avanzó hacia el enorme portón, al cual prendió y dejó libre la entrada para una turba de compañeros, quienes, luego de casi dos horas de intentos, entraron y tomaron la Alhóndiga de Granaditas.

Como ocurre en los enfrentamientos armados, cuando éstos acaban nadie sabe si está vivo, ni siquiera cuando se te acerca un compañero y te pone la mano en el hombro, o ves a alguien adolorido por el rostro ensangrentado. Debe pasar un buen tiempo para volver a la vida o sumirse más en el inframundo.

Más allá de sentir o no sentir las heridas en el cuerpo, en el campo de batalla se podía observar la faena de la muerte; pero lo que importaba era que, de nuevo, se había podido vencer al enemigo: habíamos tomado la Alhóndiga de Granaditas, lo que ocurrió, según registros exactamente a las 19:01 horas.

 

Epílogo un poco largo pero muy necesario

La representación de la toma de la Alhóndiga de Granaditas en Tetelpa es una de las fiestas tradicionales de esta comunidad, localizada en el municipio de Zacatepec, Morelos.

El 16 de septiembre, los actores y los pobladores y visitantes se trasladan por las principales calles hacia el campo deportivo de Las Granadas, ubicado en las faldas del cerro de la Tortuga, en donde gachupines o españoles e indios iniciarán la representación de una batalla campal como la del movimiento de Independencia nacional de 1810.

Quienes participan son personas comunes del pueblo. Algunos aspectos, como las palabras del cura Miguel Hidalgo, la participación de Juan José de los Reyes Martínez Amaro, conocido como El Pípila -quien con una loza en la espalda derriba las puertas de la alhóndiga- y otras escenas son ensayadas apenas días antes. Participa en esta representación la mayoría del pueblo.

Los momentos importantes son, desde luego, el inicio y la conclusión de la toma de la Alhóndiga, pero hay otros significativos como “la liberación de los indios por parte del Cura Miguel Hidalgo, o cuando la Malinche pasa repartiendo tamales “de verdad” a la gente: las sirvientas de las casas de los españoles daban a éstos tamales envenenados para matarlos y diezmar sus filas y emparejar en número al de los indios”, relató Sergio Mañón de la Rosa, quien también es guía turístico comunitario en Tetelpa.

La batalla se realiza con proyectiles llamados “tamales”, que son envoltorios de papel estraza amarrados con cinta canela del tamaño similar al de un puño y que están rellenos de ceniza. Por ello a esta puesta en escena se le conoce comúnmente como “los tamalazos”.

Marco Antonio Guzmán Núñez, de 20 años de edad, participa desde hace cinco años en la representación. Este año estará en el bando de los indios y con una semana de anticipación fue a comprar un bulto de ceniza.

Ésta se consigue en las panaderías de horno de leña o en las casas que cocinan con leña; el bulto le costó 150 pesos y le alcanza para hacer unos 100 envoltorios o “tamales”.

“La ceniza se compra, después la cribamos, se le quita algún pedazo de carbón, incluso clavos o alambre, ya de ahí se junta en un costal y poco a poco se va juntando en botes para que sea más práctico para agarrar un poco de ceniza; llenamos las bolsitas, las compactamos y ya después la amarramos con cinta”, explicó el muchacho.

Para poner tensión a ese enfrentamiento, los “españoles” hacen detonar pequeños cañones con pólvora, que podrían resultar peligrosos y que en más de una ocasión han ocasionado lesiones a los combatientes:

“Antes, en lugares estratégicos del campo de batalla había pólvora que se hacía estallar en el momento preciso, para dramatizar más, pero hubo algunos accidentes, así que se optó por bombas de puro humo”, relató Sergio Mañón de la Rosa, integrante del comité organizador.

Zenón Ortiz Anonales, ayudante municipal, dijo que “una de las cosas que me gustaba de la representación es que había muchos jóvenes participando, ya que ellos tomarán la batuta para que esta tradición no se pierda”.

Esta vez el cronista de la Toma, Arturo Noguerón Ochoa, anduvo medio apagado. El año pasado tuvo un infarto que casi le impidió narrar la contienda; ahora andaba con gripa y carraspera. Un borracho de nombre Erwin se le fue a sentar a un lado y lo estuvo regañando para que no se metiera a los tamalazos porque lo podían descalabrar. Vigilantes del pueblo se llevaron a Erwin “de aguilita”. Debajo de unos árboles, el profesor Noguerón estuvo narrando la gesta, daba detalles de algunos aspectos de la representación y advertía a la gente del peligro de acercarse. Calmaba a un grupo de niños que comenzó a llorar cuando se escucharon las detonaciones de los cañoncitos que “gracias a Dios este año no le quitaron un brazo o una pierna a ningún cristiano”; también hubo heridas en la pierna de un muchacho de nombre Jesús Corona y otro (de nombre Vicente, al que le apodan El Cuate) tuvo una quemadura en la mano o el brazo por un flamazo, dijo Zenón Ortiz.

De acuerdo con Sergio Mañón de la Rosa, este año participaron sesenta actores (indios y españoles) y se tuvo una asistencia de más de cinco mil personas.

Post epílogo no tan necesario como el epílogo, pero sí menos largo

El texto que recibí en el celular el jueves 14 de septiembre decía: “El comité de las fiestas patrias le hace la cordial invitación a la comida de la fiesta del pueblo, es a las 2:00 pm en la ayudantía de Tetelpa, para más tarde partir al lugar donde se realizarían los Tamalazos”.

El domingo 10 de ese mismo mes, fuimos a Tetelpa, en Zacatepec, Morelos, la reportera Yesenia Daniel y yo. Entrevistamos a Marco Antonio Guzmán Núñez y Sergio Mañón de la Rosa, dos muchachos que participarían en la septuagésima cuarta representación de la Toma de la Alhóndiga de Granaditas, conocida como “Los tamalazos”. Cuando acabamos las entrevistas, ella comentó a los chicos que yo había tenido la intención de participar en el campo de batalla en esta obra de teatro comunitaria campesina, ya que dos años consecutivos había documentado desde las barreras:

–Me hubiera gustado. Lástima que ya fueron las inscripciones –afirmé, suponiendo que con eso me había librado de ese compromiso.

–Todavía te puedes apuntar –dijo Sergio

–Ándale, apúntate, –empujó Yesenia.

–Mejor el día de los tamalazos –eludí.

–De una vez –Dijo Sergio, quien sacó un cuaderno en la que de manera ológrafa me expresé mi voluntad de enfilarme en el ejército libertador de “indio”. Ahí mismo me dijo que si desertaba me irían a buscar y estaría presó durante un día.

De inmediato pensé en Ambrose (Gwinett) Bierce (Meigs, Ohio Estados Unidos, 24 de junio de 1842-Chihuahua, 1914?), editorialista, periodista, escritor y satírico estadounidense, escritor del Diccionario del Diablo. Según la Wikipedia, su vehemencia como crítico y su visión sardónica de la naturaleza humana que informó su trabajo le ganó el apodo de El Amargo. En 1913, Bierce viajó a México para adquirir experiencia de primera mano de la Revolución mexicana. Se rumoreaba que viajaba con las tropas rebeldes, y no se le volvió a ver.

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