Sociedad
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El último silencio del Pavarotti

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I

La mano derecha de Héctor Monreal, El “Pavarotti”, está rígida. Sus cuatro dedos sucios aprietan el pulgar; el brazo izquierdo está arqueado y la mano descansa sobre su vientre. Su cabeza cae sobre una almohada sucia y su cara está muy hinchada. Está recostado sobre su lado derecho, como dormido. Viste un pantalón de mezclilla y una playera blanca, sucios. No tiene zapatos.
El médico hace anotaciones sobre una hoja soportada en una tabla. Llegó hace media hora, junto con dos acompañantes a bordo de la camioneta blanca del Servicio Médico Forense ER-0201.
Son las nueve de la mañana del jueves 7 de septiembre de 2017, y esto ocurre en la banqueta del negocio marcado con el número 45 de la calle Vicente Guerrero del centro de la ciudad, a unas cuadras del zócalo. “Banco Azteca” se lee en letras plateadas en la fachada de color azul cielo.
Hace unos minutos, algunos curiosos que pasaban por la calle al trabajo y veían las cintas rojas, la sábana blanca y la veladora bajaban la cabeza y aceleraban el paso por la calle Guerrero.
Del otro lado de la banqueta varios policías que arribaron desde las 7:30 de la mañana esperaban la llegada de los peritos. Algunos hablaban por sus radios: “¿Cómo se llamaba? ¿Qué edad tenía? ¿A qué se dedicaba? ¿Quiénes eran sus familiares? ¿El Pavarotti? ¿Cantaba? ¿Se drogaba, era alcohólico? ¿Estaba loco?” Algunas preguntas fueron contestadas en formularios.

En el lugar hay una botella de agua caída, una bolsa de palomitas y algunas crispetas regadas cerca del cadáver. También un tamal en una charola de unicel. Al lado del cuerpo se distingue una bolsa negra, para basura, donde él siempre guardaba su ropa y sus zapatos y una bolsa más chica de plástico blanca, con rayas negras. Ahí el Pavarotti guardaba sus tesoros: libros de muy diversos temas y revistas que leía y releía.
Junto a su cuerpo hay también una señal que alguien, en cualquier lado en donde ocurre la mayor de las desgracias para un ser humano, deja: dos veladoras prendidas, una cerca de la cabeza y otra por sus pies: alumbran el camino del alma.
Uno de los trabajadores del Semefo toma fotos con su celular: esperó media hora a los peritos, pero éstos no llegaron.
Con guantes de látex, los dos hombres ponen una camilla en el suelo; después agarran por las extremidades el cadáver y lo suben a la canastilla; en ella echan también la cobija y las bolsas de plástico.
La triste camioneta blanca espera con las puertas abierta como si fuera una gran boca. Los hombres levantan la camilla y la introducen dentro de la camioneta.
En ese instante en que los hombres meten el cuerpo en el vehículo, un obrero pasa empujando un diablo rojo: observa y se lleva en la mirada el recuerdo de la muerte.
Los empleados del Semefo cierran las puertas. El médico y los dos hombres se suben a la unidad, la ponen en marcha y se retiran.
Los policías quitan las cintas rojas, abordan sus patrullas y también se marchan.
Sobre la banqueta queda las veladoras, el agua, las palomitas, la sábana percudida y una enorme soledad.

II

“Como a las siete. Yo estaba ahí en el crucero de Guerrero y Degollado y me fue a avisar una persona que estaba aquí con el señor del estacionamiento Guerrero, que si podía venir porque la persona al parecer no respiraba y me aproximé y efectivamente. Ya comuniqué y vino la ambulancia y pues sí confirmó que no tenía signos vitales.
Entonces se fue y llamaron al Semefo. Desde ayer (miércoles) estaba malo, se puso en el estanquillo, no lo abrieron y se la pasó ahí todo el día. Y me fueron a avisar que estaba una persona al lado de la Farmacia Guadalajara, arribé al lugar y me dijo una señorita que ya le había dado una pastilla porque al parecer estaba malo del estómago, infección. Dicen que los del estacionamiento de enfrente le trajeron una caja de pastillas y no se las quiso tomar. Salieron los de la Farmacia Guadalajara, le ofrecieron una pastilla y sí se la tomó. Todavía hablé con él y le pregunté cómo se sentía, me contestó “bien, oficial”, me agarró y estaba bien helado. Entonces le dije que ya venía una ambulancia para que lo atendiera. La ambulancia arribó ayer miércoles, pero no quiso que lo llevaran. Era muy tranquilo, no le hacía daño a nadie, aquí andaba siempre por el centro, la gente lo apreciaba, le daban de comer; siempre andaba con un libro, se sentaba en la banqueta o se acostaba y se ponía a leer”. Policía vial que reportó el deceso.


“Estaba malito, toda la noche se estuvo queje y queje… hasta como a las cuatro de la madrugada se dejó de quejar. A las siete de la mañana, hora que abro, lo vi que no respiraba; entonces le fui a avisar a la oficial y ella llegó y llamó a la ambulancia. Eso fue todo. Yo lo conocía desde hace siete años que entré a trabajar aquí, no sé su nombre, lo conocía como El Pavarotti. Muy tranquilo, no agresivo ni nada, lo veíamos pasar, andaba de arriba bajo”. Roberto Montes Rivera, velador del estacionamiento Guerrero, que reportó a la oficial que el indigente no estaba bien.

III

Por la tarde la Fiscalía General del Estado mandó una tarjeta informativa en la que daba a conocer el “levantamiento de cadáver de sexo masculino”, “en vía pública en la colonia Centro, municipio de Cuernavaca”, estando presentes las corporaciones: Policía de Investigación Criminal y Policía Morelos.
“VÍCTIMA: Sin identificar.”
“APARENTE CAUSA DE MUERTE: A determinar (Persona en situación de indigencia apodado “El Pavarotti”)”.

IV

El viernes 8 de septiembre, en el sitio donde murió Héctor Monreal, El “Pavarotti”, había una foto de él pegada a la pared: viste playera azul y pantalón negro. En la derecha tiene un vaso de plástico con el que pedía dinero y en la derecha tiene unas monedas. Frente a él se observan parte de sus bolsas de plástico.

En el suelo había una veladora encendida, con la imagen de la Virgen de Guadalupe (la misma que alumbraba al cuerpo tendido el día anterior), una botella de plástico con una flor blanca caída y una botella de agua.
Nadie sabe quién quiso insistir en que un mendigo al que todos conocieron, a quien todos ayudaron, había dejado en ese brevísimo lugar de la calle su último silencio.
“Se lo llevaron a la morgue, ahí estará, esperando que algún familiar lo reconozca y lo reclame, y si nadie llega el cuerpo será enviado a la fosa común. En dos o tres meses a lo mucho porque no hay espacio para tanto cadáver y menos si es el de un indigente desconocido”, había dicho un oficial.

V

El 20 de octubre de este año el Pavarotti andaba descalzo por la calle Arista casi esquina con avenida Morelos, llevaba un vaso de plástico y pedía dinero:
–¿Y ahora? ¿Los zapatos?
–Me los robaron los mariguanos –contestó, enseñando sus pies sucios y sus uñas largas.
–¿De qué número?
–Del nueve.
Por medio de Facebook se solicitó un par de zapatos para él. Los comentarios y las ofertas llovieron.
“Buenas tardes Señor, soy la Lic. Fulana, soy coordinadora de eventos y me autorizó mi jefe comprarle los zapatos a Pavarotti. Sólo me pidió llevarlo a una zapatería…”
El ofrecimiento fue muy bueno y se pensó comprarle unos zapatos de pachuco: blanco con negro, de charol, pero los mariguanos harían de nuevo su agosto, la oferta se rechazó y se le dio las gracias al oferente.
A los dos días se entregó al descalzo tres pares de zapatos usados, nomás para él, en muy buen estado: le gustaron unos tenis blancos con franjas negras, se los puso, los quedaba viendo ya en sus enormes pies costrosos. Héctor Monreal, El “Pavarotti”, sonreía como un niño.

 

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Máximo Cerdio

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