Sociedad
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El nuevo tambor de Florentino y el son perdido

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Zacatepec. Florentino Sorela Severiano, pitero de ochenta y cuatro años, nunca ha tenido un tambor propio. El 7 de agosto de este año va a estrenar uno porque se va a realizar el Día Internacional de los Pueblos Indígenas y la sede será Tetelpa.
En su casa, ubicada en este pueblo indígena, relató que el pequeño instrumento que posee y, que lo ha acompañado durante todo este tiempo, es el que usó su finado padre Lidio Sorela, para tocar los sones que acompañan a la danza de los tecuanes, en la que se representa la búsqueda y captura del jaguar (o tigre; “tecuán” significa fiera en náhuatl, o “el que come hombres”) que tenía asolada a la población porque se comía el ganado de un hacendado que vivió hace mucho tiempo por estos lugares.
-Me está costando dejarlo, porque siento que no va a tocar igual, pero ya quiero tocar el mío, para la fiesta. El de mi padre, lo voy a “alzar”.

La danza con más de un siglo y medio de vida

Según recuerda “don Flor”, la danza de los tecuanes en esa región tiene más de 160 años. Su abuelo Ramón Sorela la comenzó a tocar y a bailar en 1894, pero, desde 1850, ya se tenían registros de ella, aunque jamás quedó antecedente alguno. Ramón Sorela se la “heredó” a Lidio Sorela y, éste, a su vez, la pasó a Florentino Sorela Severiano.
Según ha dicho “don Flor”, en 1946, cuando tenía 14 años, comenzó a tocar en el tambor de su padre (y ya muerto éste), para que la tradición de la danza de los tecuanes no se le olvidara.
–Yo escuchaba a mi padre tocar y, desde luego, que yo desde muy niño bailaba los sones y participaba en la representación de la danza. Pero mi padre se me fue y me quedé solo, así viví. Me fui con un tío y ahí fui creciendo, cuando sentía yo que me podía mantener, a los 12 años, me salí solo. Así comencé a ensayar.

Su padre, fallecido, le revela el son doceavo

Don Flor relata que para él recordaba once sones y eran los que ensayaba.
–Una noche, en sueños me habló mi papá. Él me dijo: “hijo, ¿ya estás ensayando?”, le digo: sí, ya. Entonces él me aclaró: “te falta un son” y yo le dije que no, pero él me dijo que sí, entonces me tocó el son número doce y yo lo escuché y lo toqué. Entonces estaba yo ensayando, pero desapareció y yo lo busqué y los busqué por todos lados y no apareció. Luego de esto, por la noche, fui a preguntar a los encargados y les pregunté si los once sones eran todos los que se tocaban y me dijeron que sí, pero yo insistí en que faltaba uno. Luego, a los dos años, salieron los danzantes que tocaban con mi papá y en un ensayo les pregunté si faltaba un son y me dijeron que no y yo insistí que sí, entonces me respondieron que lo tocara y les dije que lo había olvidado. Yo regresé a mi casa y me dormí, entonces, se me apareció mi papá de nuevo. “¿Qué pasó hijo, no que ibas a tocar el son”? me preguntó, y yo le respondí que sí, pero que se me había olvidado, entonces le pedí que lo tocara de nuevo y lo tocó. Yo, más que estar atento al son número doce, quería reconocer a mi padre, verle la cara, pero no se la veía porque él tenía un sombrero grandotote como los de antes, deshilachado de la falda, pero aun cuando me respondía y me respondía no me daba la cara. Me tocó el son y me lo aprendí, pero se me volvió a olvidar.
Cuenta don Flor que, al día siguiente, se paró muy temprano para preguntar a los danzantes cómo era el son perdido, y anduve preguntando. Un hombre le dio una respuesta y le dijo que uno de los que acompañaban a su padre era don Lorenzo García, músico del pueblo que toca el saxofón. Entonces se fue a buscarlo.
–Don Lencho, lo vengo a buscar porque estoy ensayando los sones. Entonces le dije que mi papá me había hablado y me había dicho que no eran once, sino doce sones, y él me había tocado el número doce. Don Lencho y yo comenzamos a recordar los sones, entonces, en una de esas tocó el son que mi padre me había tocado en sueño y le dije: ¡ése es, ese es! Y me lo enseñó y yo lo estuve practicando y lo vine practicando por todas las calles hasta llegar a mi casa y así me lo aprendí.

El son perdido

Son doce sones con los que se acompaña a la danza de los tecuanes, la mitad rápidos o vertiginosos y la otra mitad lentos; y durante la caminata se entremezclan para que no sea monótono, para darle ritmo a la danza y para que las personas que observan y acompañan a la procesión, o que son parte de ella, tampoco se aburran. Esta mezcla también sirve para darle descanso a los danzantes.
El son que se le había perdido a don Flor es uno vertiginoso, ágil, lo conoce como “El brinquito” o “el brinquito cruzado”, y como todos los sones, dura cerca de veinte minutos.
Esto es lo que contó Florentino Sorela Severiano, a quien, en 2011, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), le otorgó la distinción de “Tesoro humano vivo”, por considerar que su actividad como promotor de un bien cultural inmaterial había participado directamente en la preservación del mismo entre su comunidad.

El tambor que no cesa

El 7 de agosto, Día Internacional de los Pueblos Indígenas, en Tetelpa, el viejo tambor va a descansar y uno nuevo tomará la estafeta, para asegurar que ese brevísimo corazón del colibrí que marca el ritmo a la flauta, siga sonando en las manos de más de ochenta décadas de don Flor

 

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