Sociedad
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El día del padre de Salo

Salo y yo trabajábamos en la misma oficina, éramos amigos y me contaba cosas muy cercanas, incluso íntimas. Por eso me sorprendió que me citara en una cafetería lejos del lugar de trabajo a las seis de la tarde.

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–Necesito platicar contigo, pero lejos de aquí, me dijo, y yo acepté

¿Qué secreto querría contarme que tendría que ser lejos de la oficina?

Yo llegué antes como de costumbre. Mi padre me había enseñado que un hombre que dice que llega a determinada hora y llega tarde no vale porque lo único que tiene un hombre es su palabra. Salomón llegó veinte minutos después.

–¿Estuviste presente en el nacimiento de tus hijas? ¿En el quirófano, viendo cómo nacían?

–No. No me dejaron entrar y yo en vez de ayudar hubiera estorbado.

–No me chingues –dijo, frustrado.

–Bueno, pero ¿te hubiera gustado estar presente, grabando con una cámara ese milagro que es el instante de traer a un ser amado a la vida?

–Ni madres. A mí la sangre y esas situaciones me perturban cabrón.

–No me chingues. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Son tu mujer y tu hija!

–Perdón, pero no te miento, eso es lo que pensaba yo. Bueno y a todo esto, ¿qué me querías preguntar? ¿Por qué tanto misterio?

–Eso, si estuviste presente y qué sentías.

–Pues ya te dije.

–He preguntado a más de diez personas y todos me han contestado algo parecido a lo que tú me has dicho. Un mes antes de que naciera mi hija, mi mujer y sus amigas me convencieron de que yo debería estar presente en el nacimiento por parto natural y, además, que lo grabara. Yo no quería, a mí me da miedo la sangre, pero no pude decir que no y acepté. Varias semanas me pase viendo documentales y ayudando a mi mujer en las terapias perinatales hasta que llegó el día y ahí me tienes con la cámara en el quirófano, escuchando los berridos aterradores de mi mujer y el movimiento de los médicos y enfermeras y mi miedo por las heridas y la sangre. Me temblaba la cámara y yo sudaba como cuando ando crudo. Lo máximo que pude aguantar fue el momento en el que las manos del médico tomaron de cuello a mi hija y la fue sacando de su madre. No supe más, ni sentí más. Me levanté una hora después en una cama del mismo hospital. Nadie estaba conmigo, recordé que ni mujer había dado a luz, me paré y busqué a una enfermera que me llevó a la zona de cuneros en donde reconocí a mi hija: blanca y gordita envuelta como un capullo de mariposa en una manta blanca. Después, me llevaron a ver a mi mujer, estaba en una habitación: en cuanto la vi la abracé. Pesó tanto y se parece mucho a ti, me dijo, llorosa, adolorida y cansada. También me aclaró que si yo sabía que no podía soportar lo hermoso de un nacimiento no hubiera entrado al quirófano, ya que el hospital privado le había prometido un video completo.   Cada que llega el día del padre mi familia pone ese video del nacimiento, el que regaló el hospital, porque a mí se me olvidó ponerle “play” a la cámara. En el vídeo del hospital eliminaron, a petición mía, que fue quien pagué el parto, el momento en el que me desmayo y me resbalo y caigo sentado en el suelo en el quirófano: “ensucia la belleza de parto”, le dije al director del hospital. Yo no soy un mal padre, amo a mi hija, pero me siento mal porque no entiendo todavía por qué al ver el video en vez de llorar como lo hace mi esposa y su familia, a mí me sigue dando miedo y después pena. Cuando mi mujer presume de que soy el mejor padre del mundo y me pide que dé testimonio sobre la belleza que es ver a una hija nacer de su madre, me aparecen escenas que yo viví, que se me quedaron en la cabeza y que no he podido borrar. No he encontrado a algún padre que haya tomado un video de su hijo naciendo, pero sé que lo voy a encontrar y él sí me va a entender cuando le cuente lo que yo viví ese día cuando mi niña vio por primera vez la luz del foco del quirófano.

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Máximo Cerdio

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