Sociedad
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La última y nos vamos: despedida de La Suriana

Hace quince días un contacto del Facebook me alertó: “Van a vender La Suriana”. Fui a cerciorarme y observé en un letrero “Se vende”, y varios teléfonos en la fachada; también me enteré de que lo que se anunciaba era el edificio, pero para no disminuir el dramatismo del aviso postee:

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“Están vendiendo La Suriana, la cantina con más de 100 años de vida. Hay que sacar sus ahorros. Podríamos hacer un tapanco para hacer allí la casa del fotoperiodista”. Inmediatamente los focos rojos se prendieron.

El susto no era para menos. Según me han dicho esa cantina es una de las pocas que quedan en la ciudad en donde todavía se puede percibir el ambiente bohemio y de arrabal por quienes la frecuentan y por la construcción. Hace poco la “restauraron” y luce bien: de blanco por dentro y azul en las columnas.

Entre las historias que se cuentan de La Suriana está una de José Revueltas. Una vez llegó a la cantina y cuando fue a orinar vio la pared despostillada y con una combinación de colores extraordinaria. Revueltas comenzó a interpretar esas texturas y esos colores frente a su acompañante y dijo que regresaría para hacer una fotografía. Al día siguiente, por la tarde regresó, pero el orinadero estaba pintado: el encargado pensó que Pepe era inspector de Salubridad y lo iba a clausurar, esto me lo contó Miguel Arenas.

Jorge Medina lanzó el reto de ir a despedir esta cantina localizada en la calle General H. Galeana esquina con Mariano Abasolo. Los fotógrafos harían el registro de imagen y los reporteros la nota o la crónica. “A ver de qué cueros salen más correas”, dijo Tony Rivera. Una lluvia de comentarios y solicitudes de asistencia cayeron y se armó el reto para el viernes 21 de abril a las 4:30 de la tarde.

Un día antes de la cita un compañero me dijo que si no creía que debíamos hablar con el encargado: esperábamos a más de cien personas. No, le dije, hay bastantes culebras, no pasaremos de cinco o seis.

Muchos dijeron que irían, pocos cumplieron como hombres

A las cinco de la tarde estábamos cinco: Miguel Arenas, que llegó primero pero no bebió (“ya llevo dos meses”, me presumió), luego Tony Rivera, y después el maestro Jorge Medina con su amigo Juan Hernández (fotógrafo espontáneo).

Rosy Linares (reportera de la zona oriente) no pudo ir, pero mandó dos pomos, uno de tequila y una botella de vino a la que todos miraron de reojo (no es para hombres).

“No voy, no me van a confundir con piruja”, dijo una fotoperiodista y reportera.

Hasta antes de Medina la charla era casi formal, pero cuando el chicarcón abrió las puertas abatibles entró el desmadre.

La melodía de los vidrios de las cervezas chocando rompieron el protocolo y dio inicio la despedida.

¡Sobres y zas!

En tanto nosotros le dábamos aire a las primeras botellas, el máster dio un salto de tigre hacia la mesa de al lado donde estaba Gloria, 80 años cumplidos y 25 en La Suriana, escuchadora y bebedora social: Muchos andaban locos por sus hermosas piernas, comentó José.

Luego de la felina labor de convencimiento del máster, Gloria aceptó hacernos una fotografía, luego se sentó a esperar a su primera víctima.

En la barra al fondo del sitio estaban pocos, uno de ellos acompañado por una mujer esbelta, de pantalón de mezclilla, de pelo negro. Más adelante cuatro mesas con obreros bebiendo, después nosotros y otra mesa ocupada por dos personas, después las escaleras y en el piso intermedio dos mesas ocupadas, en una un hombre de bigote entrecano platicaba con dos mujeres morenas y frondosas, una de ellas tenía una minifalda de mezclilla: le braqueteaba el cogote cuando se empinaba la cerveza.

Mientras Tony sacaba el camarón y lo configuraba, Medina fue hacia la rockola y puso “Luces de Nueva York”, de la Sonora Santanera.

Fondeaba “Fue en un cabareeee, donde te encontreee bailando”. El máster se sentó y con una serpiente en la diestra nos contó que tiene una fotografía de los años setenta en donde Fernando Colín sostiene con la mano un exposímetro y está midiendo la luz al tarantulón de Lyn May.

La plática tomó el rumbo del cine de ficheras, después se fue hacia Juan Gabriel, hacia el futbol (el único defecto de Medina es que le va al América), los fotógrafos, el periodismo, el tránsito de la imagen análoga a la digital, los cortes de pelo.

La Pelona voladora disparaba con discreción, para que los parroquianos que aún estaban en su juicio “no se fueran a sacar de onda”.

Pasadas las seis de la tarde Miguel Arenas tiró el harpa y se fue en banda, pero entró, a su relevo Enrique Torresagatón: “Yo no bebo ni botaneo, pero los voy a ir a acompañar”, me había dicho Enrique, pero cuando entró lo primero que pidió fue una cerveza y una tostada de pata.

Afuera había comenzado a llover y las rutas atropellaban las horas sobre la calle Galeana. Las cámaras sonaban casi imperceptibles.

Con las últimas cantinas también se van perdiendo los últimos hombres

La carcajada de la hombrada se había juntado en dos mesas en una esquina, al lado a la puerta. Varias mesas más adelante estaba un fulano maduro de gestos delicados y finas manos, solo, mirando en forma discreta hacia nosotros: sonreía como diciendo: ¿qué se sentirá estar en medio de tanto hombre?

Gloria, la octogenaria acompañante, vio entrar a un hombre flaco de edad avanzada y le brilló el alcohol en los ojos. Fue hacia él y lo abrazó, lo invitó a sentarse en una mesa y fue por dos cervezas. Ahí se quedaría el resto de su vida…

“Trasst; trasst”, el obturador se abría y cerraba y la luz iba cincelando los cuerpos, los gestos los colores, los espacios de los primeros, segundos y terceros planos.

“El pinche cerro del Tepozteco va a estar ahí hoy mañana siempre, pero lo que ocurre en este instante, con esta gente jamás se va a volver a repetir”, sentenció la Pelona con una mano en la cerveza y la otra en su cámara.

Tres tristes mujeres entraron luego, jóvenes, bonitas, bellísimas a ojos y bulbos raquídeos “agobiados por los humos del alcohol”, una de ellas fue directo al baño de las chicas: a dos pasos de nosotros. Era una especie de cajón de muerto de concreto, sólo podría entrar una mujer delgada abriendo la mitad de la hoja de una puerta abatible. Como techo había un tinaco negro Rotoplás tamaño ballena. Adentro del cajón había una taza blanca pero sucia. La dama entró y sólo se le veía la cabeza y unas zapatillas color oro, después la cabeza desapareció. A los pocos segundos salió muy relajada, moviendo las caderas.

 


Postludio

La noche fue metiendo la mano debajo de la falda de La Suriana: eran ya las siete y media.

El tiempo se retorcía como la jerga de un cantinero, cerró espacios y juntó a los unos con los otros: los de la izquierda se levantaban de sus mesas con la cerveza en la mano y caminaban hacia la derecha para abrazarlos; las damas los secundaban:

“Ese cabrón que está ahí, el flaco, de playera roja, era un chingón para el billar: nunca quise jugar contra él”.

“Ay, Alejandra, qué estarás haciendo con tus últimas cuarenta y ocho horas de libertad condicional”.

 


Final

Pagamos la cuenta y levantamos nuestra plática, a medio estoque algunos, con el alcohol viajando por la sangre y la erótica mirada. Y salimos: eran ya más de las 20:30 horas.

Adentro, las mujeres acompañaban a los parroquianos que les contaban sus amores y bebían, ajenos al tiempo, a la primera lluvia que intentó lavar la suciedad de las calles del centro de Cuernavaca.

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Máximo Cerdio

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