Apareció en General Guadalupe Victoria esquina con Álvaro Obregón (o México 95), en el Centro de la ciudad, a mediados de septiembre del año pasado, después del tiempo de agua, con dos bolsas de plástico y unos cartones que usaba para dormir. Alguien abandonó en esa banqueta un sofá blanco roto que usó por algunos días para descansar, pero fue acumulando cosas que la gente le pasaba a dejar (o a tirar) y el sillón ahora está tapado con cajas y bolsas que no se sabe qué contienen: “son regalos que la gente me ha dado. Ni modo que los deje ahí, para que se los lleve el carro de la basura”. Todo está limpio, acomodado o al menos bien encimado.
La mujer, que no debe pasar de cuarenta años de edad, es flaca, morena, tal vez de un metro cincuenta y ocho. Su pelo es largo, cenizo y grasoso. Sus ojos son color café claro, muy bonitos, y le faltan algunos dientes superiores. Viste blusa azul y un suéter grande café; usa pants y chanclas. Los dedos de sus pies están deformes.
A la altura de los codos de cada brazo se sujeta con ligas de colores la caída del suéter. No quiere dar sus apellidos ni que le tomen fotos a su persona.
Relata, un tanto fastidiada, que tiene familiares en Cuernavaca, pero no les pide asilo porque no tienen espacio en su casa. “Ellos tiene problemas y yo no voy a ir a darles más problemas”.
–Yo tenía mi casa. Pero hubo problemas y no quiero pelear, no me gustan los problemas, mejor me salí, platica, mientras observa sobre la banqueta a un mínimo perro amarillo con un chalequito y collar que come croquetas pasadas por agua en un traste.
–No es mío, vino a arrimarse. La gente le trae comida. No es chiquito, ya está grande.
A pesar de que lleva meses ahí los vecinos no se acostumbran a ver a un ser humano viviendo en la calle, pero más que este ejemplo de pobreza y soledad mueva a la piedad u otro sentimiento, causa molestia o indiferencia.
Pasa el camión de la basura y uno de los mecapaleros que va guindado más seguro que un simio bromeador le grita:
–¡Ya nos vamos a llevar todo ese cartón! ¡Eso es basura!
María se le queda viendo y le mienta la madre con la mirada.
También pasa una mujer de la tercera edad que vive cerca de allí con la vista hacia el suelo y como pensando en voz alta:
–¡Qué se la lleven! ¡Fastidia!
La mujer se queja de que no puede ir a trabajar levantando cartón y botellas de plástico porque cuando no está en su “casa” la gente le hace maldades: le derrumbas sus “regalos”, le arrojan basura, le echan agua…
También dice que ha llegado mucha gente a ofrecerle ayuda pero que nadie le ha cumplido:
–Lo único que quiero es un cuartito, donde nadie me moleste, en una azotea, en un lugar alejado, donde sea, pero que nadie me saque de allí. Estoy enferma del corazón, eso me dijo una doctora, pero lo que yo quiero es un lugar donde pueda yo vivir tranquila y que nadie me moleste.
Un matrimonio dueño de un bazar localizado en la contra esquina de donde vive María relata que ya han ido varias personas a retirarla, pero nadie la ha convencido. Incluso llegó personal del DIF para llevarla a un albergue porque la mujer padece de sus facultades, pero ella no se quiso ir porque dijo que le robarían sus cosas, que es todo lo que le queda en el mundo.
La verdad es que no molesta a nadie, tiene todo limpio, el problema es por las noches.
Los vecinos se quejan de que a eso de las doce llegan a visitarla varios perros y hay uno, en particular, que inquieta a toda la manzana porque aúlla con un aullido más triste que un abandono.