Juan Pablo bajó las cortinas del local y puso los candados a eso de las cinco de la tarde: muy temprano para cerrar el estudio de tatuajes localizado en la avenida Cuauhtémoc, cerca del centro de Cuernavaca, de donde varias veces había salido después de las 12 de la noche porque le habían caído algunos trabajos especiales.

Sobre esa avenida tan transitada hizo la parada a varios taxis. Éstos disminuían la velocidad, pero aceleraban cuando observaban de cerca al hombre vestido de negro, con el pelo largo, tatuajes en los brazos, argollas en la nariz, en la boca, en las cejas y en los lóbulos.

Así estuvo por más de 10 minutos hasta que un Tsuru se paró. Él subió al asiento trasero y cerró la portezuela. Altavista era el destino y el conductor del taxi metió primera y aceleró.

El chofer tendría unos 30 años, tez blanca, pelo negro. Su arreglo personal era cuidadoso: pelo corto, pero bien peinado, camisa rosada, manga larga, uñas cortadas y usaba una “mala budista” o rosario de muñeca. Olía a perfume con un aroma que se confundía con el olor a fresa del aromatizante de la unidad.

Por el retrovisor observó al “pasaje”, que iba pensando en el retraso de diez minutos.

–Los taxis no te querían levantar. Pasé hace unos minutos y estabas ahí todavía, parado– habló el conductor con una voz delgada.

–Más de diez minutos.

–Bueno, si te ven de negro, pelo largo, tatuajes y perforaciones, muchos no te levantan. Piensan que acabas de salir del “bote” o estuviste adentro por algo malo. Piensan que eres delincuente y que si te suben los vas a atracar, por eso se “abren”.

–Uno puede andar como yo ando y ser una persona que se dedica a trabajar honradamente.

–Sí, pero la gente tiene otra idea. La mayoría piensa que son malandros, yo pienso eso, pero me arriesgué y ahorita tú me dices que eres honrado, pero eso no convence a la gente. Por eso nadie te quiso llevar, lo digo en buena onda.

––Ya me dijiste lo que piensas de mí. ¿Puedo decirte lo que yo pienso de ti?

–¡Claro! Dijo el conductor, arreglándose el cuello de la camisa.

–Te he observado desde que me subí y creo que eres puto.

–¡Ora! ¡No me chingues! –respondió el chofer y pisó el freno; el taxi casi se detuvo; pero cambió de velocidad, aceleró y continuó su viaje.

–Yo escuché lo que tú me dijiste, no te pregunté tu opinión, pero escuché callado lo que piensas de mí. Yo te pedí permiso para expresar mi opinión y me dijiste que sí. Aguántate, no seas puñal.

–¡Ora!

–Te voy a decir porque creo que eres gay. Tu camisita, tu cortecito, tus manitas y tus uñitas cuidadas, y esa pulserita en la muñeca. Traes un perfume que no es de hombre, además de que no es original. Tu vocecita es de niña. Quien te vea, te huela y te oiga seguramente va a decir: “éste es gay”, no va a decir “es metrosexual”.

–¡Ora!

–Si yo fuera delincuente, en este momento sacaría la fusca que traigo en la cintura y te la podría en la cabeza, te exigiría la cuenta. Si me cayeras mal te metería un tiro, te arrojaría por ahí y me llevaría tu taxi. Sí tú fueras homosexual no te enojarías conmigo porque te estoy diciendo lo que pienso de ti. ¿Cómo ves?

–¡Ora!

El chofer condujo, callado, con una velocidad mayor a la permitida en las ciudades y en poco tiempo llegó al destino que el pasajero le había indicado. Era una encrucijada, ahí el usuario pidió la parada y bajó.

–¿Cuánto es?

–Cuarenta pesos –respondió el taxista, impostando la voz.

Juan Pablo sacó cincuenta pesos y se lo extendió, el conductor abrió la mano delicada, cogió el billete y buscó en su cenicero monedas.

–Quédate con el cambio, carnal, y ponte riata atrás pa’ que crean que es pistola…

Así le dijo el hombre de negro, metiéndole la mirada en el centro de las cejas.

El taxista apretó el pedal del acelerador y se perdió entre las calles de la colonia Altavista.