"Una vez hubo otra ciudad aquí y ahora se ha ido. Ya no hay apenas trazas de ella, pero millones de nosotros sabemos que existió porque vivimos en ella". Así hablaba Pete Hamill en 1987 sobre el Nueva York de los cuarenta. Pero el texto destila una nostalgia que, con cambiar algunas palabras, valdría para cualquier ciudad del mundo.
La tendencia a pensar que "el pasado es mejor que el presente" es uno de los sesgos psicológicos más profundamente documentados de la historia. "Memoria praeteritorum bonorum”, decían ya los romanos: "El pasado siempre se recuerda bien". Y es algo que nos persigue: hoy por hoy, pese a los datos que señalan que el mundo va progresivamente a mejor, seguimos obnubilados por la idea de un pasado que nunca fue. ¿Qué hay detrás de todo esto?
En 1997, Mitchell, Thompson, Peterson y Cronk (1997) hicieron un trabajo clásico sobre el proceso de dulcificación del pasado. Entrevistaron a un grupo de ciclistas que estaban en plena "Vuelta de California", a un grupo que acababa de viajar a Europa y a gente que acababa de llegar de las vacaciones de Acción de Gracias.
El pasado siempre es color de rosa
Daba igual si la experiencia había sido buena o mala en un origen, conforme pasaban los meses todos iban progresivamente recordando mejor el pasado. Si justo al acabar la carrera, los ciclistas hablaban de "lluvias excesivas, agotamiento físico y compañeros ingratos"; al cabo del tiempo, tendían a recordarlo muy positivamente. Es una constante: algo sobre lo que disponemos mucha evidencia.
La conclusión más directa es que no nos podemos fiar de nuestros recuerdos. Sin embargo, es una conclusión precipitada. Los recuerdos son útiles, describen la realidad pretérita y, sin ellos, vivir sería casi imposible. ¿Cómo se pueden compatibilizar ambas ideas?
No hay un cajón de la memoria, no guardamos los recuerdos en una zona concreta del cerebro como si fueran una carpeta de Dropbox llena de vídeos y pistas de audio. Al contrario, lo que guarda el cerebro son "recetas" (Schank y Abelson, 1977). Instrucciones para poder reconstruir cada recuerdo en el momento en que lo necesitamos. Y eso tiene un problema: normalmente no hay dos platos iguales. Nuestros recuerdos dependen de los ingredientes que disponemos en ese momento: nuestro estado emocional, nuestras preocupaciones, nuestras ideas, intereses y objetivos.
No es que nos acordemos de lo que nos dé la gana, es que el mismo proceso de recordar conlleva el uso de esos elementos para afinar al máximo en la información que traemos a la memoria. Son lo que los psicólogos cognitivos llaman claves de recuperación. El consenso actual deja claro que "estos procesos recuperan contenidos a partir de otros a los cuales se hayan conectados, vinculados o relacionados" (Santiago, Tornay, Gómez y Elosúa, 2006).
Esto quiere decir que ciertas claves pueden hacernos recordar mejor ciertas partes, mientras que otras claves iluminan partes distintas (Tulving y Osler, 1968; Tulving y Thompson, 1973). A nivel práctico, esto es sensacional: la información que recuperamos se adapta mejor a la situación y es, por ello, más válida. Sin embargo, lo que ganamos en validez, lo perdemos en fiabilidad y precisión.
Podríamos decir que los recuerdos, por muy precisos que sean, son siempre vagos en su factura. Delia Graff Tara (2000) sostiene que esa vaguedad nos remite siempre a los intereses del sujeto y que, como esos intereses cambian con el tiempo, los recuerdos (como los conceptos) cambian con el tiempo.
Llegado un punto (e inconscientemente), podemos llegar a alterarprofundamente nuestros recuerdos e incluso recordar con cariño cosas que nunca llegaron a ocurrir. Braun, Ellis y Loftus (2002) descubrieron que, cuando preguntaban a personas que acaban de volver de Disney World si habían visto a Bugs Bunny durante su estancia, la inmensa mayoría decía que sí, aunque fuera imposible.
Vivir contra el presente, vivir en la nostalgia
La pregunta interesante, entonces, es ¿a qué interés responde esa propensión a ver el pasado más dulces de lo que son? Mitchell y Thompson (1994) estudiaron tres sesgos relacionados la "retrospección dulce", el "optimismo prospectivo" y la "amortiguación" (la tendencia a percibir las experiencias actuales como peores de las que son) para responder esta pregunta. Su conclusión es que estos tres fenómenos tienen un papel fundamental en el bienestar psicológico de las personas y su autoestima.
Es cierto que cualquiera de esos sesgos llevados a su extremo puede ser un problema. El pesimismo, en ciertas situaciones, es adaptativo, bueno y necesario. Sin embargo, el* consenso entre los investigadores señala que estos "tres sesgos contra el presente" tienen efectos positivos a nivel individual y social.
Vivimos una era de la nostalgia en la que todos los recuerdos y las experiencias del pasado son idealizados. Y no está claro que sepamos combatirla
El historiador Tobias Becker ha estudiado algo que cada vez se comenta más: si en nuestra época, esa tendencia natural contra el presente ha adquirido entidad cultural (e industrial) autónoma. Es decir, si vivimos en la "Era de la nostalgia".
Según sus investigaciones, la idea de que "la nostalgia se estaba convirtiendo en una enfermedad social" (Birkerts, 1987) comenzó a tomar forma en los años setenta del siglo pasado. En 1971, la revista Time se preguntaba How much more nostalgia can America take? (¿Cuánta nostalgia puede tener América?) y durante esos años muchos otros medios de todo el mundo (Der Spiegel en Alemania o New Society en Reino Unido) empezaron a hacerse eco.
La nostalgia pasó de ser un término médico (acuñado en 1688 por el médico suizo Johannes Hofer) que definía una especie de depresión extrema que afectaba a los soldados que pasaban mucho tiempo lejos de su hogar a convertirse en un "anhelo sentimental de un pasado irrecuperable", primero; y en una industria que mueve millones de dólares, después.
El argumento de Becker es sugestivo, aunque, si somos estrictos, podremos ver cómo esa institucionalización del pasado mejor es más antigua. El nacimiento de los museos, de las sociedades de protección del patrimonio y de iniciativas similares nos parece algo de sentido común, pero la evidencia histórica nos dice que fue una pretensión sin sentido en una gran parte de la historia de la humanidad.
¿Qué ha cambiado? Los investigadores señalan que es el alargamiento de la esperanzada vida el factor más potente para explicar la nueva dimensión social de la nostalgia. Los relatos sobre un pasado mejor ya no son míticos, sino que están fuertemente implantados en los sesgos de todos nosotros. El Make lo-que-sea Great Again no se agarra a datos concretos, sino a "una imagen estilizada y simplificada de un mundo que ya no existe" (Birkerts, 1987) contra la que el presente tiene muy difícil competir.