El descubrimiento del continente americano provocó una colisión entre dos especies aparentemente diferentes. Tal y como lo describe la historia, este desbordaba contraste, controversia, rechazo, repugna, curiosidad y un cúmulo de sentimientos encontrados derivados de aquel acontecimiento que logró estremecer y modificar el rumbo de la cronología mundial.
De hecho, es bien reconocido el nivel de asombro e interés por los llamados indios del nuevo mundo, pero pocos preguntan por la opinión que merecían aquellos colonizadores de indígenas. Ese primer juicio comenzó cuando un “macehual” (“hombre del pueblo”) llevó las primeras noticias desde las costas del Golfo de México a Tenochtitlan. Él decía haber visto algo similar a islotes o cerros que flotaban en el mar y se desplazaban de un lado a otro, con gente de carnes blancas a bordo; al descender a la orilla estas criaturas españolas fueron descritas con cuatro patas y torso humano (es decir, montados a caballo), vestidos con ropas extrañas, pero sobre todo, con una postura casi engreída digna de dioses, como si fueran los creadores y dueños de todo lo existente.
Estos avistamientos al ser poco identificados se interpretaron, según sus códices, como la anhelada llegada de su príncipe Quetzalcóatl, sin presagiar la sangre que más tarde se derramaría en batalla por todo el pueblo mexicano. Desde aquel encuentro, a menudo suelen escucharse acusaciones de indígenas prehispánicos barbaros y salvajes, con costumbres que iban desde la sodomía hasta comer carne humana. Por otro lado, otras tantas describen indígenas con grandes virtudes, capaces de manejar e interpretar la naturaleza, poder de adaptación, desarrollo social, cultural, económico, e incluso, aquel autentico progreso lingüístico que incluye el hermoso náhuatl, enaltecido y reconocido no solo por su escritura sino por su concepción filosófica, comparándolo incluso con idiomas occidentales milenarios, principalmente por el nivel de profundidad en el uso y conjugación de sus palabras, todas ligadas al significado de su entorno. Por ejemplo, elementos como la mazorca de maíz, emblemática de la cultura mexicana tradicional, recibe el nombre centli y su interpretación náhuatl es “todos juntos” o “los corazoncitos juntos”, ya que se deriva de tlayolli, nombre que se le atribuye específicamente al grano de maíz y significa el “corazoncito de maíz que emergerá de la tierra”.
Asimismo, uno de los lugares sagrados por excelencia de la vivienda mexicana es la cocina, por ser el espacio de convivencia e integración familiar. Esta recibe el nombre de tlacualcalli y su interpretación podría ser “casa o lugar donde comemos rico”. Tal espacio también alberga elementos distintivos de nuestra peculiar forma de vivir, incluyendo un tlecuil que significa “el hogar del fuego”, que hace las veces de la estufa moderna; otro es el molcajete o molcaxitl que se compone de molli (mole o guiso) y caxitl (vasija o cajete) y significa “vasija de piedra para guisos”, acompañado por supuesto, de su texolotl o tejolote, interpretado como “la piedra que raspa”. Además, como arrancar de la mente del mexicano aquel momento en que la jefa de la casa (nantli) coloca una “olla de barro” (comitl) con frijoles (etl) junto al hogar de fuego (tlecuil), o incluso un “comal” (comalli) para cocinar unas “tortillas de maíz” (tlaxcalli) acompañadas de un doblez y una pizca de sal (iztatl). Otros elementos siempre presentes en el hogar, incluyen un plato o caxitl el cual significa “cajete o vasija”, tlachpanotl o escoba, interpretado como “el que pasa o barre la tierra”, leña o cuahuitl que significa “palo o madera”, y hasta un petate o petlatl, que es la cama de palma.
Por otro lado, los elementos naturales sagrados incluyendo por supuesto al “agua” o atl, al viento o aire que se dice yejecatl y significa “el que anuncia o precede a la lluvia” o bien “el que anuncia el agua”, el sol que es tonalli y que podría traducirse como “la casa o el hogar del calor”, la luna o llamada metztli es la “diosa de las serpientes en la cara”, o incluso la luz que se escribe tletl y que se interpreta como “lumbre o fuego”. No obstante, a pesar que en la actualidad este idioma presenta síntomas de apnea prolongada, es decir, sin poder respirar por largos periodos de tiempo, así como convulsiones de agonía, casi a punto de morir, los objetos que forman parte de nuestro vivir a la par de unos combativos nativos nahuas, significan pequeñas bocanadas de oxígeno, las cuales representan esperanza a un idioma que se extingue lentamente. Por tanto, serle infiel a esa educación donde la indiferencia prevalece, mediante un baño de náhuatl de vez en cuando, significaría, por absurdo que parezca, acompañar en su agonía a un idioma que fue declarado culpable y sentenciado a muerte desde aquel momento que los primeros turistas extranjeros pisaron las costas del golfo de México.
Giovanni Marlon Montes Mata.
Profesor invitado Escuela de Turismo UAEM.