Cuando un escritor muere, queda su obra para ser recordado. Leerlos es el mejor homenaje que se les puede hacer a los autores que se adelantan.
Hace unos días me enteré del deceso de Lars Gustafsson (Västerås, 17 de mayo de 1936-3 de abril de 2016), un filósofo, escritor y poeta sueco.
La literatura nórdica cuenta con un vasto público en la actualidad. El auge de la novela negra durante la última década en esa región de Europa ha permitido que conozcamos nuevos autores que han sido traducidos a diversas lenguas alrededor del mundo, tales como Stieg Larsson, Henning Mankell o Jo Nesbø, por mencionar tres ejemplos de la camada de autores de ese género que cobraron fama internacional a raíz de las altas ventas de sus libros y el interés del lector no sólo escandinavo, sino del resto del viejo continente y de América.
No obstante el éxito de estos autores, hay otros que a finales del siglo XIX y durante el XX crearon una obra que los situó entre los mejores y más influyentes del mundo.
En relación con ello se pueden citar casos concretos como los de los noruegos Knut Hamsun (1859-1952; Nobel en 1920) y Sigrid Undset (1882-1949; Nobel en 1928); los suecos Selma Lagerlöf (1858-1940; Nobel en 1909) y Pär Lagerkvist (1891-1974; Nobel en 1951); el islandés Halldór Laxness (1902-1998; Nobel en 1955), así como la poetisa finesa Inger Christensen (1935-2009).
Pero en esta ocasión me voy a referir a Lars Gustafsson como un sencillo homenaje desde esta trinchera. Puntualmente, a su novela Muerte de un apicultor, considerada su obra narrativa más importante, la cual fue publicada originalmente en el año 1978.
En 2006, la prestigiosa editorial española Nórdica Libros lanzó una edición que fue traducida por Jesús Pardo. Se trata de una novela que da muestra del porqué Gustafsson estuvo considerado entre los candidatos al Premio Nobel de Literatura durante muchos años.
La historia está escrita en primera persona y es contada por el personaje central, un profesor jubilado que decide invertir sus recursos en colmenas para dedicarse al comercio de miel. Sin embargo, se trata de un hombre en fase terminal de cáncer.
Cierto día, después de diversos estudios médicos, el personaje –sin nombre– recibe una carta del hospital con los resultados de los análisis. Sin embargo, decide no abrirlos y prefiere leer periódicos, seguir su vida con normalidad, aun cuando es consciente del mal que habita su cuerpo.
Así, Muerte de un apicultor da cuenta de los últimos meses de este hombre, quien nos habla de sus años a través de tres cuadernos: uno azul, uno amarillo y uno desgarrado, en los que hace un balance de su vida con un estilo tierno y poético, sin caer en la autocompasión.
Si bien, la novela no se refiere en sí al estilo de vida de los suecos ni carga la narración a describir paisajes de ese país, sí encontramos pistas de cómo es la vida en Suecia, puntualmente en las regiones más rurales: se respira tranquilidad, el lado más cálido del hielo escandinavo.
En la historia encontramos algunos personajes que a la nostalgia del texto le suman cierto humor, un recurso que Lars Gustafsson emplea para entregarnos una historia sencilla, pero a un tiempo compleja por la temática y bella en el lenguaje.
También hay amor en la novela. No un amor meloso, sino uno que mueve al lector a valorar y reflexionar acerca de las relaciones que ha habido a lo largo de su vida. Estamos, pues, ante una historia redonda, en 201 páginas que transcurren de forma fluida, pero en calma, como un río cuyas aguas resultan mansas, aptas para sumergirse en ellas sin correr peligros.
Es una historia en la que bien vale la pena adentrarse y descubrir a uno de los autores suecos más importantes de las últimas décadas y fiel heredero de la tradición literaria de esa región del mundo.
Sirva, pues, esta invitación a los lectores para acercarse a una novela fascinante, de un autor al que se le toma cariño como al abuelo que nos cuenta historias.
Descansa en paz, Lars Gustafsson.