El pan que nos convida Ibán de León no es el pan de la aurora o del alba, no es el rayo que quiebra el obscuro manto como símbolo y promesa de un porvenir luminoso. Pan de la noche es un poema que se divide, como un pan, y se extiende a quienes permanecen insomnes, a los transeúntes de las madrugadas de la vida, a quienes leen este libro de poemas que sabe a pan que se come con la garganta seca.
Hay una pregunta que me hice cuando leí el libro: ¿Por qué alguien permanece en vela? Las respuestas que me proporcioné son: Porque alguien ha muerto o está cerca de ello. Porque se recuerda algo, o a alguien, o porque no se recuerda nada. Porque no se puede dejar de pensar en algo; por ejemplo, en un problema cuya solución no está en las manos de nadie. Ibán nos sitúa en estos dilemas que, más que decir que son existenciales, son cotidianos, reales, porque le ocurren a todo el mundo.
Ibán escribe muerte como escribe pan, porque el pan y la muerte siempre están en nuestra mesa, en nuestra mente, cada noche. Y el amanecer es sólo para constatar que lo tragado a golpes, con la boca seca, no era un sueño. Ibán nos brinda un pan para el susto que es la vida. Esta vida de hoy, en México, donde “(…) le llaman plaza a desmembrar los cuerpos de los hombres cuando aún palpita la memoria de su infancia” (p. 13).
Este México donde “le dicen plaza a muchachas que iban atrabajar y nadie volvió a saber de ellas. A jóvenes que protestaban en las calles y al día siguiente no regresaron a sus casas. A niños asesinados con sus padres en el fuego de un derrumbe mientras cenaban en los tacos de la esquina. No lo creerías, mamá, le dicen plaza al miedo” (p. 13).
El pan es presencia de la vida y de la muerte, tiempo y memoria puestos sobre la mesa cotidiana donde ponemos la fruta, los huevos, la leche. Donde, de niños, participamos del ritual del pan y la comunión del café con la familia.
La muerte, en este libro, se puede partir en dos, aunque de estos haya más fragmentos por sacar; una parte es la muerte de la madre, y la otra, la muerte de las personas que habitan el mundo del que nos habla Ibán de León. Este México donde “Guardan las bolsas negras pedazos de una infancia, distribuido el cuerpo como carne de rastro” (p. 21).
México, entre otros países, es un país donde la muerte es el pan de cada día y cada noche; las muertes claras y esperadas, por enfermedad; y las turbias, obscuras, violentas. El miedo se encuentra en todos, aun cuando no se exprese. Porque el miedo se afronta y se vive. Ibán dice: “El miedo, mamá, finge en los rostros de los que aguardan en la esquina” (p. 21).
Digo que se parte en dos y en más partes este poema extenso, como un pan, porque las estrofas, aunque hay excepciones, pertenecen o a la muerte de la madre, o a la muerte de las personas en las calles: desaparecidos y asesinados. Ibán contrapone estas estrofas pero estas se llevan parte de la otra en su partición, y cada corte es preciso, ya cuando la estrofa sólo aborda un tema como cuando aborda los dos: muerte de la madre, por enfermedad, y muerte de las personas, por asesinato.
En cuanto al tiempo y a la memoria, más que ser un tema por sí mismo, aislado y distinto, es un componente, un ingrediente que se funde con la muerte; en el tiempo y la memoria está la infancia, oposición de la muerte, porque la infancia es promesa de vida.
“En mi cabeza hay una casa de morillos y lodo fincada en la espesura de una huerta. / ¿Cuándo esa casa vino al mundo con tus hijos? / Un patio donde jugué con mis hermanos, colgados de las ramas de los mangos. / Hay un comal y una cocina: brasas que por las noches calentaron el café. / Ahí estás tú también, contándome esta historia: // —No diste lata al nacer, todo fue rápido. / Y casi no llorabas” (p. 23).
En estos versos no se alude a la muerte, el tiempo del mundo transcurre en un espacio de promesa de vida, aunque, también es claro que el recuerdo tiene un tono melancólico y duro.
En cambio, y esta parte es, para mí, de las mejores, porque es difícil no sentir una opresión en la garganta, un desgajamiento en el pecho, aquí sí se habla de la muerte de la madre: “Me apena que no duela suficiente, / que el hollín de la ausencia no me colme las lágrimas. // Aquí se escuchó el gallo del vecino: / es la hora en que te levantabas para ir, con tu canasta, / a vender el pan en el mercado. / El pan que traía el pan de vuelta a la vigilia. / Debajo del cemento, de la tierra, en tu ataúd, ¿qué se escucha? / ¿Llega el canto del gallo hasta allá? / ¿Percibes aunque sea un poco el aroma de las conchas / que horneó una de tus hijas, / imitándote, en esta madrugada? / ¿Qué cosas les permiten a los muertos, mamá?” (p. 28).
Pan de la noche es un libro, un pan, y es casi una hostia, porque los lectores compartimos el cuerpo, el pan, la sangre del vino, y callamos, espero que sólo por unos momentos, para preguntarnos, para recordar, un tanto más, con los ojos insomnes, cuánto pan, cuánto café, cuántos días y cuántas muertes. Este pan es para tenerse sobre la mesa, junto a las frutas, los huevos, las bolsas dobladas o con nudos que guardan conchas. Este pan no acaba en la última página, porque la noche, la muerte, y el tiempo, tampoco. Y porque un buen libro de poesía nunca se termina, es inagotable, como el hambre.
El poemario aborda la violencia que ha golpeado a México en la llamada «guerra contra el narco». ALEJANDRO LÓPEZ ARCE