Lo percibe venir como un pasajero solitario que habita en un tren de huida, sin destino. Sus ojos son el espejo del sabor amargo que todos los días su cuerpo ha sorbido.
Ella lo reconoce, instalada en una esquina del andén, mientras extrae el sabor agrio del limón que succionaba mientras lo mira, la desorbitada velocidad del tren la incita a subir.
Juntos recorren todos los cielos desde el estado al cual se habían mudado, los insípidos y dulces sabores relamieron todos sus cuerpos, la lengua se entumeció por la acidez y también se enroscó por el placer que le produjo.
Adicción que desde niña la gobierna, la travesía le provoca viajar a su pasado, paisajes exuberantes contempla, con miedo también camina por veredas estropeadas; a lo lejos vislumbra una ventana grande, a paso veloz la atraviesa, excitada vislumbra los enormes árboles que rodean el jardín de la tía Chatita, la hermana de su padre. Todos los sentidos la envuelven y abstraen lo agrio y lo dulce de la vida, tranquilidad y violencia; quietud y exaltación.
Ansiosa trepa cada rama de frondoso árbol, con ligeras sacudidas, las naranjas y limones la golpean a su paso. Instalada en lo más alto observa como el cielo se enfurece, aprieta con fuerza un limón hasta amacharlo, impetuosa lo succiona, escucha gritos, golpes, cinturones que disparan con fuerza.
La mano izquierda presurosamente aprieta la naranja, el sabor dulce la reconcilia, disfruta de la serenidad que el cielo le produce, chupa a borbollones el jugo seductor del fruto. Escucha los cantos de su madre, contempla su mirada dulce y mira desde lejos la mirada abrupta y gentil de su padre.
¿Qué hembra domesticada fue?
“Lani con aparente poderío vestía el corral a su gusto lo mismo que a sus crías, sin embargo, no fue capaz de capotear ella al torero.”
Sin ceremonia pomposa, ni suculento banquete, brindis negado, padrinos ausentes, no regalos. Mucho menos un vestido de novia que ese día la engalanara, Lani, la becerra, sonriente y voluntariamente firmó su paso a la corrida.
Ingenua entró al ruedo sin defensas ante el entrenador y dueño de la novillada. Un instructor enérgico, de ceño fruncido, cejas escasas, mirada represora y diálogo escueto, lleva en la mano la bandera que aprueba, el picar a la beceeeeeeeeeeeeeeeeeerra.
Durante la faena, fue muy fácil domesticar a la temerosa ternera, que no tenía ni idea del corral donde sería instalada. Durante los primeros años de su nueva aventura permitió mansamente ser violentada. Asustada obedecía renuente a su entrenador en las exigencias.
Mantener el espacio habitado, siempre ordenado y limpio, cumplir estrictamente con los mandatos establecidos. Lani, la ternera, no había sido entrenada por sus antecesoras para estas tareas, y nunca fue testigo que en su corral en tiempos de crianza se impusieran.
Cuando la hembra se convirtió en madre, el ahorro fue el mandato que con mayor exigencia se tenía que cumplir, medidas exactas para el uso de los enseres domésticos (suavitel, jabón, pino, agua, luz, etc.). No ruidos, no televisión, no comida en la cama, nada fuera de su lugar, no llantos. El silencio obligado antes de las diez de la noche. Cuando el amo conducía el auto, las crías bien sentadas, censurado su derecho a la palabra, prohibido cualquier alteración del orden durante el trayecto.
Lani recuerda que por años, todas las mañanas ingería su dosis acertada de “vale madres”, bebida que la anestesiaba ante su realidad.
Transcurren años y la becerra en estado delirante, Lani con aparente poderío vestía el corral a su gusto lo mismo que a sus crías, sin embargo, no fue capaz de capotear ella al torero.
Lani, la hasta entonces obediente becerra y hembra domesticada; un día de luna llena despertó furiosa y con mucho valor embistió a su amo, le metió una arrastrada por todo el ruedo, picoteando toda su piel hasta agujerarla. El corral se clausuro, no más faenas, nunca más hembra domesticada.