Los 43 estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, como todos los años iban a botear, por camiones a Iguala, al grito de “¡Dos de octubre no se olvida!” para trasladarse a la Ciudad de México. Ahora desde el 26 de septiembre de 2014, son ellos a los que no podremos olvidar ¡Porque no los debemos olvidar! Va este escrito por ellos.
Hoy, como muchos otros días me pregunto ¿qué se puede hacer?, ¿cuál es nuestro papel como ciudadanos comprometidos con la sociedad? Si nuestros jóvenes; los que salen con la esperanza de reivindicar sus luchas, si estos niños que alzaron la voz -o pretendían alzarla-, fueron aplastados por las manos de aquellos que se supone los debían proteger ¿qué debemos hacer? Me vuelvo a preguntar ¿qué puedo yo hacer?... Silencio.
Cuando me enteré de la noticia, me inundó la tristeza, sentí un hueco inmenso, pensé en su miedo, en el dolor de la tortura, en la angustia de los padres, de los hermanos. Sentí miedo; después o al mismo tiempo -no recuerdo-, apareció la rabia. Me imaginé a esos muchachos, jóvenes, adolescentes, algunos casi niños; fantaseé ¡tener súper poderes!, ¡irlos a buscar, salvarlos!... Pero me quedé quieta, sin hacer nada, sin saber qué hacer, sólo tuitié.
Las dimensiones de esta tragedia no tienen cuantificación, los hicimos mártires, pero nadie les preguntó si querían ser mártires, con su desaparición denunciaron lo decadente(la decadencia) de un sistema político que se vanagloriaba ante el mundo de estar a la vanguardia de la impartición de justicia. Triste manera de denunciar, de develar algo que sabíamos estaba “ahí nomás”, transparente para el que quisiera mirar.
La tragedia de los normalistas de Ayotzinapa ha quedado sin tramitar, como una denuncia que no va más allá, que no procede, que mueve un rato y al rato se vuelve a tranquilizar. ¿Dónde quedaron las marchas, la indignación, el dolor, los reclamos de justicia? Quedaron o se van quedando en un rincón medio olvidado de la memoria, porque el sistema político-judicial nos vuelven impotentes, nos amenaza, nos inmoviliza.
A un año de la tragedia algunas voces todavía se escuchan. Yo, como la mayoría, sigo inmovilizada, sigo con mi silencio, con mi desánimo por los resultados de la lucha social, con dolor por los muertos y la amenaza que se cierne si nos atrevemos a reclamar nuestros derechos... a veces me digo ¡más vale olvidar! El olvido nos ayuda a no mirar los horrores, a creer que las cosas están bien -aunque no lo estén-, pero el que olvidemos las cosas, no quiere decir que no pasaron. El olvido también puede ser deshumanizante, porque nos ayuda a no ver, a no pensar en el otro como semejante.
Sé que callo a veces, cuando no debería callar -creo que eso les pasa a muchos, a muchos más. Cuántos quisiéramos salir a exigir justicia, a conminar que vuelvan los normalistas de Ayotzinapa, pero no sabemos cómo, con quién, a dónde, o nos gana la desidia, el estatus quo, la comodidad, o la impotencia. El que no hubiera respuesta a la multitud de voces que se alzaron en todo el mundo reclamando la aparición de los jóvenes estudiantes, nos dejó pasmados.
Este escrito es para refrescar mi memoria, para decirme que estos jóvenes, algunos casi niños, no se merecen el olvido. Hay grupos que los han tomado de bandera, otros siguen protestando, sus familiares y allegados seguramente los siguen llorando y los siguen extrañando; pero la sociedad indignada, esa de la que formamos parte todos, los que fuimos a las marchas a protestar por el hecho de que una desaparición así, no era tolerable, convencidos que estábamos en el terreno de lo inaudito muchos salimos a protestar, ahora a la vuelta de un año casi los hemos olvidado.
No sé todavía qué puedo hacer, pero hoy quiero recordar y quiero que me acompañen a recordar a las personas que murieron y a los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, ese fatídico 26 de septiembre. A un año de los acontecimientos, todavía esperamos noticias suyas ¡no debemos callar su desaparición!