Los tacos son de barbacoa, con doble tortilla. En cada taco Pepín sirve la carne que agarren sus cuatro dedos estirados y el pulgar, aunque a los clientes preferentes siempre nos da un poco más. El consomé tiene garbanzos y trozos pequeños de carne; se acompañan con cebolla, cilantro y salsa roja o verde.
Tras tras tras tras, suena el peso del cuchillo cebollero sobre la carne y la madera. Ras. Ras.Ras, la cuña de metal raspa la carne lista para los tacos.
Pepín o doña Mari venden sólo los viernes y sábados, de las 6 de la tarde hasta las 9 de la noche aunque muchas veces a las 8 ya están recogiendo. Doce kilos los viernes y nomás ocho los sábados.
Yo soy el cliente de los viernes. Cuando llego, saludo y pido tres con todo, un consomé y un Boing de mango que me van a comprar a La Barca de Oro, la tienda de abarrotes del barrio que queda a unos pasos de ahí.
Atrás del puesto, a pocos metros y sobre la jardinera se amontonan algunas personas que a veces son más sombras que hombres: platican, beben y esconden la caguama detrás de sus pies cuando la patrulla pasa frente a ellos y disminuye la velocidad.
–Métale usted al consomé tres diablos con todo y cuernos –le dije una vez a doña Mari. Desde entonces, cuando me ve llegar sube la llama al perol del caldo…
Yo tengo tres años de conocer a doña Mari y a Pepín, pero nuestro diálogo siempre se había concretado en ser yo el cliente y ellos los prestadores de servicio.
Una noche llegué a cenar los tres de rigor, mi consomé y mi Boing. Las dos mesas estaban ocupadas pero uno de los comensales acabó y yo ocupé el lugar.
Mientras comía, vi de reojo que doña Mari me miraba. Se acercó para preguntar si me faltaba algo, mientras corría a los perros callejeros que parecían tiburones rondando nuestra mesa:
–No, gracias, estoy bien– le dije.
Doña Mari seguía dando vueltas y no me apartaba la vista… Por fin, se acercó y, sin importar que hubiera tres personas más, muy bajito, me preguntó:
–¿Quiere que le traiga un hueso. Queda uno con carnita?
Lo pensé mucho. Contuve mi respuesta porque si decía inmediatamente que no, ella se podría ofender. Una vez calculado el peso de mi contestación le respondí casi susurrando.
-No, muchas gracias; no tenía yo mucha hambre pero, ya ve, me comí cuatro tacos y estuvieron exquisitos.
Y doña Mari me sonrió.