Sociedad
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COBIJADO DE COLORES

TXT FRANCISCO MORENO telardehistorias@gmail.com
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Vive con muchos guajolotes, algunas gallinas y dos gallos. Los muros de su casa son espejos de su quehacer vital, ese que ha merodeado desde niño: dibujar. Cual capullo de luciérnaga, su gestación abrevó del contexto que lo circundaba; la década de los sesenta y las manifestaciones sociales de libertad le dieron alas, con ellas aprendió a volar sin tener claro el rumbo que seguiría.

Así, el joven Mauricio veía obras de arte que le asombraban, las líneas, colores y figuras marcaban su mitología infantil; cuando descubrió que sus manos podían crear imágenes sobre un papel, el lápiz se transformó en su mejor aliado. Uno nunca sabe con certeza a dónde te llevará un camino, lo tomas porque te apasiona, te carga de energía e impulsa, son intuiciones inconscientes; bajo ese halo de incertidumbre él fraguo una vereda que tapizó de carteles, gráficas, calendarios, dibujos y pintura. Y como en todos los lances de la vida a Mauricio se le apareció un molino de viento que desafiar: ilustrar un cuento.

Una tras otra las palabras escritas crean frases y oraciones que lían historias, uno se sumerge en mares furiosos, sube colinas escarpadas, agarra lianas y sobrevive a tormentas; en los cuentos cada personaje adquiere vida propia y somos uno de ellos. Libélulas y escarabajos, flores y árboles, baúles llenos de aventuras, hechos atemporales y acontecimientos nimios que crecen al pasar cada página; la literatura infantil es la hija consentida de la imaginación, vasta como un juego interminable, lúdica y siempre exuberante. Si las palabras invocan ilusiones y sueños, ilustrar un cuento se vuelve un espejo en el que los observas, no son pajes ni bufones, son esa saga cimentada de niño.

El primer libro infantil que ilustró Mauricio Gómez Morín fue un desafío. su creador, Francisco Hinojosa, lo retó a ver con sus ojos Una semana en Lugano, libro de la colección “Botella al Mar” con el que arrancó una fructífera travesía de imágenes hace casi tres décadas. Ilustrar no es acompañar, tampoco es hacer viñetas, menos decorar textos, ilustrar es generar personajes donde cada línea y color nos empapa del carácter y personalidad de la narración, es un cruce de caminos que llevan al mismo lugar por veredas diferentes, uno a campo traviesa, otro por el aire.

Como Mauricio no determinó la ruta, pero si la intuyó, hoy su fuste tiene la madurez para convertir cuentos en álbumes pletóricos de color, objetos que en manos de una niña son ventanas para navegar, él les presta el timón de un barco maravilloso. Y como las cosas no vienen solas, la experiencia que tiene se nutrió de la inocencia de sus hijos, de sus miradas y juicios ingenuos pero sinceros. Son tantas las líneas y siluetas que sus manos han creado que la ciudad lo agotó; había que sembrar semillas en tierra nueva. Como su anhelo para retrasar la llegada a la meta de su vida es vigorosa, él viró sus expectativas y el deseo de vivir lo llevó a cambiar horarios, a despertar con el canto del gallo, a mirar colinas, valles y cambiar de lugar para existir con mayor plenitud.

Los hábitos que recrea cada mañana en San Andrés de la Cal lo nutren de viveza y brillo, sus barbas de espadachín medieval son aperladas, su aliento inhala y exhala aire fresco, sus pulmones se expanden y las mañanas amanecen temprano. El terruño que abriga su trabajo es apetitoso, toma los pinceles, el amado grafito, y se sirve un café para trabajar. Se sabe cobijado de colores. ♦

 

 

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