Llegó a la casa de su padre a finales de los años treinta, su infancia es un archivo que no abre nunca porque le aborda un sobresalto que no le gusta, dice que es la herencia que recogió de la tierra, del polvo que habitaba en su casa; que sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos lo acumularon en las paredes porque honraban a los antiguos “guamares”, la tribu más valiente y belicosa, traidora y perniciosa de todos los chichimecas, allá, en Lagos de Moreno, en los altos de Jalisco.
Hijo único de una fervorosa mujer de nombre Rita, sufrió polio y quedó huérfano de madre a la edad de seis años. Un día me contó qué, al verse solo, como pudo mandó un telegrama a su padre que vivía en Morelos. La misiva dio resultado y éste lo mandó traer en un largo viaje por tren en 1936, ese extenso y ruidoso trasporte de pasajeros llamado interoceánico que llegaba hasta la estación Puente de Ixtla.
Su padre era notario y trabajaba para el “Tata Lázaro”. Le contaba que él ayudó a eso de la expropiación petrolera; pero como su memoria es un laberinto, a veces cuando se topa con un camino sin salida inventa escaleras para seguir sus historias, le gusta relatar cuentos como coleccionar muñecas. A él no le importa, y sin saberlo ellas sustituyen la temprana pérdida de su primogénita. Se sabe acompañado siempre.
Lleva más de ocho décadas viviendo en la misma casa, ahí murió su padre y ahí nació su hija Rita en los años cincuenta. Contador meticuloso y empleado del gobierno, nunca ambicionó riqueza y aprendió de su padre que la palabra se honra, que robar es un delito, que a las mujeres se les respeta, y que la familia es el faro que guía a los hombres. La madre de Rita nunca lo amó y aceptó casarse con José para no humillar a su familia. Pero al año de nacer la pequeña ella desapareció y jaló palnorte, nunca supo más de aquella mujer que lo dejó solo en aquella casona, pero él tenía a Rita.
Cuando la pequeña cumplió cinco años encontró en un armario una hermosa muñeca de sololoy; a partir de ese momento su hija Rita dormía abrazada a ella todas las noches mientras él le cantaba…”Toca la marcha, mi pecho llora / adiós señora yo ya me voy / a mi casita de sololoy / a comer tacos y no les doy”. De rostro angelical y delicada vestimenta, la muñeca fue la compañera inseparable de su pequeña hija, complicidad que duraría tan solo cuatro años, pues a los cinco Rita agarró una fiebre que le cerró sus luceros para siempre. Don José lloró hasta que sus ojos perdieron el brillo que te da ese maravilloso amor filial.
Desde entonces, poco a poco la casa de Don José la habita todo tipo de muñecas, alguna de porcelana y otras de sololoy, pequeñas y grandes, algunas de hule y trapo, otras de madera o cerámica, muchas de cartón, pero todas, ya sean mexicanas, alemanas, francesas y holandesas están vestidas con hermosos atuendos que él se esmera en cuidar, y si alguna sufre una rotura Don José se encarga de dejarla bella. Su trasiego por las calles de varias ciudades, durante muchos años, se convirtió en una ruta para explorar almacenes y tiendas, bazares y comercios, su amor por las muñecas y el recuerdo de Rita le animaba todos los días.
Su casa tiene techos altos y una hermosa arquitectura que hoy es una ruina, pero eso a él no le importa. Sus más de cinco habitaciones son baúles forrados de terciopelo y paño, de encajes y luz mortecina. Son las pequeñas casas de sus muñecas, son su historia y su vida. Hace poco estreché su mano firme al pie del pórtico de su casa, sonríe sin pena de asomar su boca sin dientes, con sombrero, corbata y bien vestido siempre, él ama sus muñecas y a sus noventa años busca otras para seguir llenando su casona, son las muñecas de Don José. ♦
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