Sociedad
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La maravillosa digresión

TXT Daniel Zetina
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Es fácil perder la concentración, lo sabes bien. En las empresas se da en alguna medida: un empleado se le va el santo al cielo, la cabra al monte. En ese modo, pierde un tiempo que ni suyo es, sino de su patrón, y eso resta productividad. Otro caso es el de un herrero que va a hacer una puerta y ya sabe qué hacer, pero se pone a pensar y a investigar en el diseño o las nuevas tendencias, ahí puede perder medio día. Al final hace el trabajo y estará satisfecho, pero ocupó tiempo en darle vueltas a las cosas.

La divagación o digresión —término que prefiero— está relacionada con la vagancia del pensamiento o el habla, pero en este caso quiero hablar de sus ventajas. O del contraste de esta herramienta en la vida cotidiana. Perder el tiempo —si es posible perder lo que no existe y cuando la pérdida es relativa— es solo eso, dejar de tener algo que se tenía —aunque el tiempo no puede tenerse, pero igual estamos en el ámbito de las metáforas— y ya no volver a tenerlo. No puede recuperarse el tiempo perdido.

Se pierde el tiempo de diversas formas, en una siesta, esperando algo u observando, eso no tiene nada que ver con la digresión. Incluso hay quien piensa que perdió el tiempo —y más cosas— en una relación amorosa o el cierto esfuerzo inútil.

La digresión puede ser positiva o práctica o una oportunidad cuando la ocupamos de forma metódica con una meta determinada. Es decir, estar por ahí haciendo nada no es divagar ni nada. Y por otro lado, descansar, entretenerse o distraerse tiene claros resultados, pero son otra cosa.

Volvamos al punto, que ya divago de nuevo. La digresión como herramienta: cuando escribo sobre un tema no suelo entrar de lleno a lo que voy. Asumo que sí poseo cierto bagaje en los temas en los que me ocupo, pero no soy un especialista, así que cuando me enfrento a un tema pienso en ello, hago acopio mental de lo que sé al respecto, leo un poco, veo un video, quizás hablo con alguien… me documento con indagación y estudio breve.

Ya con cierto corpus para trabajar, no escribo de facto, antes hay un ritual: sentarme, abrir un documento de Word, poner el título y pensar. Luego me preparo un café, tomo una botana, hago un mapa mental, lo tiro a la basura, ensayo un inicio, calculo el número de palabras y cómo estructurar el texto. Luego escribo ideas, una escaleta, pero vuelvo a salir, me acuesto unos minutos, observo la calle, atiendo un mensaje, reviso redes sociales rápidamente.

Puedo estar así un tiempo, incluso haciendo otras cosas con más éxito, como cocinar para otro día, hacer un presupuesto, limpiar la casa, acomodar libros, lavar ropa. La diferencia es que no dejo de pensar en el tema. Aunque parezca absurdo, aún estoy trabajando. Llega un punto —imposible determinar cuándo— que la máquina de la digresión se detiene y es tiempo, ahora sí: me siento y ya todo está más claro. Redacto, escribo, reviso, corrijo, termino un texto. Y quedo satisfecho con lo que hice.

Mi trabajo de escritura es constante y la etapa digresiva varía de acuerdo con diferentes factores: el estrés acumulado, la urgencia del trabajo, el pago que recibiré y cuándo, el tipo de texto, el clima ambiental y mis otras ocupaciones, pero siempre lo llevo a cabo.

Escribo contraportadas (o como quiera usted llamarle) de libros, cartas de recomendación, correos electrónicos con mis socias, propuestas, proyectos de trabajo, otros textos editoriales, esta columna, cuentos, poemas, la novela que tengo en proceso, minificciones, entre otras cosas. Podría vivir sentado frente a mi computadora —más bien frente al teclado y el mouse— y sería muy feliz, lo soy.

No veo por qué debería dejar la digresión fuera de mi metodología de trabajo, incluso veo que mientras más la use, mejor son mis resultados. No recomiendo usarla, ni lo contrario, es tema de cada quien, pero podría emplearla en esta época de contingencia para aquello que planea hacer.

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