Me detuve a observar el bullicio de la media tarde y al checador que se limpiaba con una mano el sudor que le caía a chorros sobre la frente y con la otra anotaba en su libreta las cosas que suelen anotar sobre el recorrido de los camiones. Crucé la calle y vi llegar la ruta veinte atestada de personas que a esa hora seguramente se dirigían a sus casas a hacer las compras o a su segunda jornada laboral. Subí, en medio de apretujones y arrimones, pagué al rutero la cantidad mínima que hoy se cobra: $8.00. En ese momento sentí los bolsillos de mis pantalones vacíos y extrañé cuando la tarifa mínima a pagar era de $6.50. A la viejecita que venía delante de mí un amable caballero le ofreció su asiento; a mí ningún caballero me ofreció su lugar, me tuve que ir de pie todo el camino.
El bochorno arriba era insoportable, me hizo pensar en Acapulco, pero sin mar, arena o piñas coladas. En vez de eso, el piso de lámina soportaba el peso de veinte o treinta personas: flacas, medianas y otros subiditas de peso. Las mujeres que iban sentadas se abanicaban y por aquí y por allá se escuchaban todo tipo de conversaciones: qué cómo les iba a los niños en la escuela, qué si el marido ya no tenía trabajo, qué si a Juanita la había cortado el novio, etc. En fin, en un viaje en ruta eres testigo de risas, pleitos, chismes y, a veces, de uno que otro cantante desafinado que se sube a probar suerte. También eres testigo de la gente que diariamente circula por las calles para ir a trabajar y ganarse la vida.
Muchos de ellos son obreros, comerciantes, albañiles, o empleadas domésticas. Miras sus rostros e intentas descifrar su vida, sabes que sin ellos México no tendría nada, y piensas que es una terrible contradicción que ellos sean el motor de nuestra economía y a su vez los que menos ganan y los que peor la pasan.
La ruta 20 inicia su recorrido en Emiliano Zapata, pasa por Jiutepec y se conecta con boulevard Cuauhnáhuac y Plan de Ayala, para finalmente dirigirse hacia el Centro y a Temixco. La ruta 20 es una de las más antiguas de la ciudad, junto con la 15, la 17, la 6 y la 4. En sus inicios, la mayoría eran combis pequeñas que después pasaron a ser los grandes camiones que conocemos hoy en día.
Viajar en ruta es algo impredecible, por eso debes prepararte con mucho tiempo de anticipación. A veces se mueven a una velocidad impresionante, debes guardar el equilibrio para no caer o ir “surfeando”, como coloquialmente se dice; otras tantas van a vuelta de rueda, haciendo tiempo para llegar a checar a alguna esquina. Durante mi trayecto el rutero parecía fastidiado de su trabajo, se notaba impaciente, tocaba el claxon una y otra vez cuando algún camión se le atravesaba y rebasaba a los demás vehículos. Adentro nos bamboleábamos de un lado a otro, sobreviviendo a baches y topes. Parecía que bailábamos al compás de la cumbia que se escuchaba en el radio -sonaba a todo volumen “El listón de tu pelo” de Los Ángeles Azules-. Los únicos que no se percataron de los atropellos del chofer fueron los niños que, emocionados, veían pasar el mundo por la ventanilla de su asiento, y la parejita de novios que entre beso y beso parecían hipnotizados en su burbuja amorosa.
Pasamos por plazas comerciales, mercados, puentes, tiendas de autoservicio, y fábricas. Después de cuarenta minutos de viaje, la ruta se detuvo en la glorieta de la Luna, ahí bajaba yo. El chófer abrió las puertas y mantuvo una rápida conversación con el checador de la ruta mientras le arrojaba al suelo unas cuantas monedas. Bajé y me quedé observando como hacía anotaciones en su libreta. Era un hombre risueño y a pesar de eso, pude ver en sus ojos el cansancio y en sus ropas la desigualdad económica. La ruta veinte, la viajera, se alejó por la avenida principal. Desde la banqueta aún se podían escuchar las cumbias de los Ángeles Azules sonando desde lo lejos.
En las rutas vemos la vida pasar tal como es, sin maquillaje, sin Photoshop, en las rutas no hay aire acondicionado, hay quema cocos, en las rutas no te ofrecen una botella de agua, hay niños vendiendo dulces y payasitos con la cara pintada, ganándose la vida con risas; en las rutas no hay modelos de revistas, hay veinte personas morenas y un güerito, no se paga con tarjeta, se paga con morralla, en las rutas viaja la clase social trabajadora, la mera neta del pueblo, ahí se tocan cumbias, salsas y corridos. Aunque pueda subir con todo mi dinero y bajar sin nada, yo siempre disfrutaré de un viaje en ruta. Es toda una historia.