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Ayotzinapa; un año sin clases

La escuela Raúl Isidro Burgos se convirtió en el refugio de los padres que claman por sus hijos desaparecidos

TXT Claudia Solera
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El alma de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa también se esfumó esa noche del 26 de septiembre de 2014 cuando la Policía Municipal de Iguala desapareció a 43 de sus estudiantes. Las aulas en vez de ser un sitio de enseñanza para los jóvenes se convirtieron en el refugio de los padres que han llorado cada uno de los 359 días de ausencia de sus hijos y las horas que los normalistas deberían haber invertido en prepararse para ser los maestros de sus comunidades rurales, las ocuparon en exigir al gobierno el regreso de sus compañeros.

Desde que los policías municipales aliados con el cártel Guerreros Unidos se llevaron a los 43 estudiantes, en la escuela ningún profesor ha vuelto a dictar clase en las aulas, porque se acabó el espacio para eso y mientras siga sin conocerse el rastro de los normalistas desaparecidos, los directivos académicos de la normal consideran que será complicado que los 522 alumnos inscritos en el ciclo escolar 2015-2016 puedan culminar el plan de estudios diseñado por la Secretaría de Educación Pública (SEP).

“Necesitamos 20 aulas para llevar acabo este plan de estudios y las 20 están ocupadas por los padres de familia. No hay salones”, dice a Excélsior, Bardomiano Martínez Astudillo, subdirector de la Escuela Normal Rural, Raúl Isidro Burgos.

Como los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos ocuparon las aulas para vivir y los estudiantes sus mañanas para protestar, el gobierno federal se reunió con los directivos académicos con la idea de llegar a algún acuerdo sobre cómo evaluar a los jóvenes sin la necesidad de que regresaran a clases.

Por eso, la salida más viable fue que durante estos meses de lucha por la desaparición de los normalistas, los estudiantes entregaran algunas tareas previstas en el plan de estudios y, a través de éstas, los maestros calificaran los módulos.

“La Secretaría de Gobernación nos pidió directamente que pasáramos a todos los alumnos con nueve y con diez. Fue un acuerdo para que no hubiera más broncas acá, más marchas, más revoluciones, más tomas de edificios y más quemas. El gobierno federal pretendió apagarlo de esa manera”, asegura Bardomiano Martínez, también rector académico.

Sin embargo, él se muestra preocupado por el tiempo que pueda prolongarse la aparición de normalistas, y los meses que los jóvenes puedan continuar sin clases.

“Nosotros entendemos el dolor, pero igual debemos de buscar que haya clases por el bien de la escuela. Si hay algo de cierto, es que los chavos tienen que tomar en las aulas los conocimientos para ser maestros, y si no lo hacen, van a echar a perder a los chamacos que estén a su cargo, no va a quedar de otra, desgraciadamente”, reflexiona Martínez.

Se desploman solicitudes

José Luis Hernández, Director de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa

Cuando se refiere al bienestar de la escuela también menciona que a raíz de la desaparición de los 43, se desplomó el número de jóvenes campesinos que solicitaron su ingreso a la normal. En 2002, año en que Bardomiano llegó a Ayotzinapa, hasta mil 500 hacían examen de ingreso, pero después de la tragedia de los normalistas, sólo se presentaron 188 para ocupar los 140 lugares disponibles del primer año.

Yolanda González Mendoza asegura que de haber sabido que a su hijo lo iban a desaparecer junto con otros 42 estudiantes al mes de haber partido de la Costa Grande, Guerrero, jamás le hubiera permitido inscribirse en la normal, “porque al menos uno de pobre no se muere”, considera. Pocos como ella al mencionar la palabra “pobreza” saben de lo que hablan, su hijo Jonás Trujillo González representa a ese 59 por ciento de los normalistas mexicanos, que provienen de familias que no alcanzan “la línea de bienestar mínimo”, y que en las zonas rurales deben subsistir con menos de dos dólares al día, según cifras del Informe 2015, de Los Docentes en México.

Ella desearía que su hijo estuviera ordeñando vacas y sembrando ajonjolí como lo hacía antes de viajar a Ayotzinapa, y que él nunca se hubiera obsesionado con la idea de ir a la normal, e intentar, a través de una plaza de maestro, sacar a su familia de la pobreza extrema.

También a Bardomiano Martínez le preocupa que sigan egresando normalistas con bajo nivel académico, no sólo por las condiciones de gran marginación de las que provienen los muchachos, sino por el tiempo que los estudiantes dedican a sus protestas para exigir justicia.

Sólo detrás de Coahuila y de Tlaxcala, Guerrero es la tercera entidad del país donde menos normalistas aprueban el Examen Nacional de Conocimientos y Habilidades Docentes; pues dos de cada ocho maestros guerrerenses lo consiguen, de acuerdo con reportes de la SEP.

Yolanda González es una de las 43 madres que habita en la normal desde que la noticia de los normalistas desparecidos volviera su vida un verdadero infierno.

Al enterarse de que su hijo menor, Jonás Trujillo González, estaba entre los estudiantes desaparecidos abandonó su casa, sus cultivos, a su esposo y hasta a sus otros cuatro hijos. Viajó sola desde la Costa Grande hacia Ayotzinapa, donde a un año de la tragedia concentra toda su lucha para poder encontrar a su hijo.

En un principio dormir en la escuela para Yolanda era nada más una forma de presionar al gobierno para que saliera a buscar a los muchachos y se hiciera justicia por esta desaparición, pero poco tiempo después, con el paso de los días, de las semanas y luego de los meses, se volvió más significativo que eso, porque así, a la distancia, lograba evadir el gran dolor de enfrentarse en su casa a la habitación vacía de su hijo o a aquellas vecinas que no han parado de llamar a la puerta preguntándole cómo va el caso que ha conmocionado a México y al mundo.

Dolor

“Uno se siente más mal cuando está en la casa, porque está uno piense y piense, mirando donde dormía él, pensando si algo le faltará”. Ese momento en el que doña Yolanda relata sobre la habitación de su hijo se quiebra su voz y la conversación con la reportera, que era más una denuncia por las contradicciones de las autoridades en las investigaciones, adquiere el tono de un triste lamento.

Pero no sólo la escuela ha servido para poner tierra entre ella y las pertenencias de su hijo, sino que ha sido un significativo refugio por la gran compañía que representan los otros padres de los normalistas desparecidos y los alumnos de la escuela.

“Es tanto el dolor que tenemos, pero a veces nos ayuda ponernos a platicar con las otras familias y los normalistas, así se nos olvida tantito”, asegura.

En la explanada de la Normal; donde está un altar con las fotografías de los normalistas muertos y heridos por los policías municipales y 43 sillas acomodadas en cinco hileras cada una de éstas dedicada a algún estudiante desaparecido; el espacio para hacer honor a Jonás está perfectamente cuidado por doña Yolanda.

Diario ella se acerca a la silla de plástico naranja que tiene la imagen de su hijo pegada en el respaldo para limpiarla. Luego va hacia la parte del asiento y allí acomoda la estampita de la Virgen de Guadalupe, divinidad a quien le ruega por la protección de Jonás. También Yolanda procura siempre mantener encendida la llama de una veladora que desde el suelo forma parte de este ingenioso altar.

“Es feo, porque es como si ya estuviera muerto, pero yo le prendo su veladora a mi hijo, porque dicen que es bueno hacerlo y para que el fuego, donde quiera que él esté lo alumbre y no sienta oscuridad”, lamenta.

A Yolanda se le vinieron los años encima, es una mujer de escasos 40 años, pero su lento caminar es como si fuera de alguien mayor; además, la huella del agresivo sol del campo la tiene impresa en su piel morena.

Tal vez si el anterior gobernador del estado de Guerrero hubiera cumplido su promesa de construir durante su mandato un edificio con 80 espacios dentro de las dos hectáreas que tiene la Normal, hubieran quedado libres algunos salones de clases y no todos estarían ocupados como dormitorios por los padres de familia en esta tragedia.

“Los jóvenes viven de una forma hacinada”, denuncia ante Excélsior, el director de la Normal Rural de Ayotzinapa, José Luis Hernández Rivera.

Santiago pertenece a la generación de estudiantes de primer año que desapareció a manos de la policía de Iguala. Él sólo se salvó del destino trágico de sus otros compañeros, porque ese viernes estaba fuera de la normal, en casa de su familia.

Entre los 43 desaparecidos estaba uno de sus mejores amigos de infancia, Abel García Hernández, con quien había compartido toda su adolescencia en la secundaria y el bachillerato.

Para Santiago es imposible enfocarse sólo en sus estudios cuando Abel está desaparecido. Muchas horas del día las invierte en informar a los otros 521 alumnos los avances del caso, a través del cuarto que acondicionó con cartones de huevos como cabina de radio. Y también es el encargado de atender a la prensa que constantemente llega a la normal a visitar a los padres de los 43 y de ofrecer recorridos por las instalaciones a los periodistas.

Carlos Pérez Díaz, como representante del comité estudiantil de Ayotzinapa, tampoco ve posibilidad alguna para que las clases se regularicen hasta que sus 43 compañeros aparezcan.

“Nosotros sólo somos portavoces de la comunidad estudiantil, y si ésta dice que nos siguen faltando nuestros hermanos y nos demanda que tenemos que impulsar actividades hasta encontrarlos, así lo haremos”, concluye con gran autoridad.

Sin embargo, hay otros estudiantes de recién ingreso, que desearían asistir a clases y poder merecerse una oportunidad para ser maestros de una primaria y no sólo pasar el resto de sus vidas trabajando en el campo.

De recién ingreso

Los 140 estudiantes de nuevo ingreso todavía están visiblemente pelones, como muchos de los 43 al momento de ser secuestrados, y supuestamente por ese detalle del cabello pudieron ser confundidos por los Guerreros Unidos con los miembros de Los Rojos, el cártel rival, pues esa práctica de rapar a los jóvenes continúa siendo parte de la novatada como símbolo de orgullo de pertenecer a esta institución.

También todos fueron apodados por sus compañeros más grandes con la intención de que a través de estos seudónimos impuestos a su llegada, se les protegiera en las marchas y las autoridades no descubrieran cuál era su verdadera identidad.

Desde hace unas semanas, cuando los nuevos 140 alumnos llegaron a Ayotzinapa, algunos se han ido a trabajar mañanas enteras al campo de la normal para sembrar maíz, flor de cempasúchil y de terciopelo. Otros han aseado los chiqueros de los cerditos, y algunos comenzaron sus clases en la banda de guerra con un exmilitar, mejor conocido como el profesor Lino. La actividad en la cual los jóvenes de recién ingreso sí están obligados a asistir por órdenes del comité estudiantil es: “El Círculo”.

En las noches, de 8:00 a 00:00, los más pequeños de la normal se reúnen cuatro horas en “El Círculo” con activistas indígenas, asociaciones civiles o exalumnos para que los formen políticamente.

Aunque los nuevos estudiantes tienen un horario completo de trabajo, el espacio para lo académico es casi nulo.

Rodrigo, mientras abona descalzo el campo, sin levantar la cabeza confiesa a la reportera, que le ha ido “más o menos” durante sus primeras semanas en la normal.

“Es muy pesado. Tú crees que si yo tuviera los recursos para ir a otra escuela, andaría aquí padeciendo, pero todos los compañeros tenemos que aguantar, no nos queda de otra”.

Vocación social

 La Normal Rural de Ayotzinapa fue fundada en 1926 por los profesores Rodolfo A. Bonilla y Raúl Isidro Burgos, por disposición de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

  1. La Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos forma parte del sistema de escuelas normales rurales concebidas como parte de un ambicioso plan de masificación educativa implementado por el Estado mexicano a partir de la década de 1920.
  2. El proyecto de las normales rurales tuvo un fuerte componente de transformación social, por lo que ha sido semillero de movimientos sociales.
  3. La escuela ofrece formación para profesores de educación primaria, de acuerdo con las normas educativas que rigen en el estado de Guerrero y en México. Según un diagnóstico realizado por la Secretaría de Educación del Estado de Guerrero, en Ayotzinapa había 532 estudiantes, todos de género masculino, atendidos por 39 profesores y seis trabajadores de apoyo técnico.
  4. Los estudiantes son principalmente hijos de familias pobres de La Montaña, la Costa Chica y el centro del estado de Guerrero, zonas donde se encuentran algunas de localidades con más bajos índices de desarrollo humano en México y con una elevada tasa de analfabetismo.
  5. La normal de Ayotzinapa es reconocida por haber sido el sitio donde se formaron personajes como Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas, que encabezaron dos importantes movimientos guerrilleros en México.
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