Este hombre había desenterrado con sus manos decenas de cadáveres sepultados en fosas clandestinas. Decía que se le erizaba la piel solo de imaginar la forma en la que habían sido asesinados, solos, en mitad de la noche, de un tiro en la cabeza. El sábado lo mataron a él sin que tampoco pudiera defenderse. Miguel Ángel Jiménez, uno de los líderes comunitarios que se encargó de la búsqueda paralela a la de las autoridades de los 43 estudiantes de Iguala desaparecidos, fue ejecutado mientras conducía un taxi de su propiedad cerca de su pueblo natal, Xaltianguis, a 50 kilómetros de la ciudad turística de Acapulco, en el Pacífico mexicano.
Jiménez lideraba una organización compuesta por campesinos pobres y profesores de escuela que maniobran al margen de las autoridades, la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG). Sus miembros tienen derecho a portar armas cortas y se ocupan de la seguridad y el orden público en municipios donde apenas hay rastro del Gobierno mexicano. En ocasiones la única ley es la del crimen organizado, atraído a estas tierras por los extensos cultivos de marihuana y opio que pueblan la zona.
La policía y la fiscalía local se presentaron en la escena del crimen -el interior de un taxi aparcado en un lugar con un nombre tan aséptico como Poblado kilómetro 48- pero fueron sus familiares quienes se llevaron el cuerpo del lugar para darle sepultura. Según el periódico Reforma, había sido amenazado de muerte después de que su grupo de autodefensa se hubiera dividido. Jiménez acusaba a la nueva facción, liderada por Plácido Macedo, de estar a sueldo del narco.
Jiménez había sido amenazado por el nuevo grupo de autodefensas creado en Guerrero. Él les había acusado de colaborar con el crimen organizado
Días después de la desaparición de los 43 estudiantes, de la que se cumple un año dentro un mes, Jiménez se instaló con tiendas de campaña en el centro de la ciudad de Iguala con medio centenar de voluntarios. En su mayoría jornaleros en chanclas y sombrero. Con camionetas y machetes que les facilitaban los vecinos, los hombres se echaban al monte en busca de los alumnos de la escuela de Ayotzinapa, desaparecidos desde que se enfrentaron a policías y narcotraficantes del municipio.
Nunca dieron con ellos, pero los miembros de la organización se encontraron por el camino con unos cerros repletos de cadáveres anónimos. EL PAÍS acompañó a Jiménez en una de estas expediciones. Con picos, palas y hasta con las uñas cavaban en la tierra hasta abrir las fosas ocultas. Dentro hallaban los restos de personas desaparecidas a manos del crimen organizado. El líder comunitario relataba así cómo imaginaba los últimos momentos de las víctimas que eran arrastradas hasta el lugar para encontrarse con la muerte: " Los obligaban a cavar su propia tumba. Imagínese usted aquí en medio de la oscuridad sabiendo que se lo van echar. Se me pone la piel chinita de pensarlo".
Con Información de El País