Del encuentro de 1816, se dice, nació aquel relato que inaugura la ciencia ficción novelada, Frankenstein, mientras que del segundo surgieron una serie de ideas y observaciones que muestran cómo entre el saber creativo y el riguroso hay más puentes que muros pues, como coincidieron todos los ponentes: la literatura puede ser un vehículo del pensamiento científico.
“Y es que estamos ante un medio maravilloso porque además de darle cabida en sus páginas a descubrimientos recientes o a los investigadores más relevantes de ésta y otras épocas, también es capaz de plantear escenarios utópicos, distópicos o incluso realidades alternas. Además, las letras son cruciales para avivar cualquier debate sobre ciencia y la tecnología”, subrayó Gabriela Frías Villegas, del Instituto de Ciencias Nucleares (ICN) de la UNAM.
Por su parte Alberto Chimal —quien se autodefine como “un escritor con algunos lectores”— expuso que desde hace siglos se ha querido imponer un divorcio entre lo artístico y lo científico, tentativa que ha fracasado debido a que ambos saberes se encuentran tan imbricados que, con frecuencia, comparten la misma historia y como evidencia de ello refirió la expedición de Poggio Bracciolini, un librero italiano que en 1417 peinó las abadías de Alemania en busca del poema De Rerum Natura, obra en verso escrita por Lucrecio en el siglo I a.C donde se expone algo que hoy consideramos una obviedad, pero que en la época planteaba algo inédito: el universo está hecho de átomos.
“Éste fue el único ejemplar recuperado y en sus páginas se esbozaba algo que la ciencia corroboraría siglos después. Es importante destacar que se trata de un manuscrito que pudo haberse perdido, pero, justo por su belleza literaria y resonancias estéticas, fue resguardado. De estos hilos tan delgados y frágiles pende el conocimiento que vamos acumulando”.
En defensa de la imaginación
Jesús Ramírez-Bermúdez es un psiquiatra que trabaja en el Instituto Nacional de Neurología y que escribe libros de prosa tan cuidada que ha sido comparado con Oliver Sacks. El vivir con un pie en la arena médica y con el otro en lo literario lo ha hecho reflexionar sobre un aspecto clave para la ciencia y las letras: la capacidad de imaginar.
“Y hay que decirlo sin reparos, la imaginación es un dispositivo neuropsicológico y cultural que permite adquirir flexibilidad cognitiva y ejercitar la creatividad. Por lo mismo debemos valorarla y, cada vez que la veamos amenazada, defenderla”, dijo.
Asimismo —agregó— hay otros aspectos que hermanan a la ciencia y la literatura, como el que ambas buscan el conocimiento, y aunque las verdades de cada una son diferentes, ninguna es menos valiosa, por lo que consideró urgente desterrar la jerarquización positivista que asegura que el conocimiento derivado de la química o la física tiene mayor validez que el obtenido mediante la reflexión poética o filosófica, por poner un par de ejemplos.
En el 163 a.C. Terencio redactó El atormentador de sí mismo, obra cuyo título podría describir alguno de los casos clínicos que Ramírez-Bermúdez documenta en sus libros, aunque una frase incluida en esta comedia romana, la de “hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”, es la que mejor refleja la forma de pensar del neurocientífico, pues para el autor del libro Un diccionario sin palabras sólo hay un camino para evitar la parcelación de saberes:
“Debemos ser políglotas epistemológicos, es decir, hablar varias lenguas en el terreno del conocimiento: la de las humanidades, la de las ciencias, la de la poesía y la de las artes”.
Y no es fortuito que Jesús Ramírez abogue por este plurilingüismo pues para él, sólo a través del diálogo entre ámbitos tan distintos florece la imaginación, se mantiene a flote la creatividad y es factible plantear versiones tanto utópicas como distópicas de nuestro mundo, “es decir, nos permite hacernos también de pensamiento crítico”.
Horizontes más amplios
A Alberto Chimal nunca le ha gustado el término ciencia ficción pues, considera, dicha voz es resultado de una pésima traducción de science fiction. “Como sabemos, en inglés, primero va el modificador y después el sustantivo; en realidad deberíamos decir narrativa científica, pero ya es muy tarde para enmendar esta mala traslación”.
Por ello, ante la imposibilidad de proponer un apelativo mejor, el cuentista propuso ampliar los alcances del género y no limitarlo a especular sobre el futuro, “ya que éste es capaz de evaluar el presente, de ser una vía para imaginar posibilidades existenciales y de dar cauce a las preocupaciones del momento”, indicó.
Muestra de ello —argumentó— es la novela 1984, de George Orwell, que aunque creada a finales de los años 40 para criticar las dictaduras emergentes de la posguerra, ha recuperado vigencia con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
“Ya lo decía, Richard Corliss, la ciencia ficción es un acto subversivo disfrazado de cuento de hadas”, acotó Gabriela Frías, quien señaló que no es extraño que cada vez haya más personas dedicadas a robustecer los vínculos entre lo científico y lo creativo, como ella que estudió Matemáticas y Letras; Jesús Ramírez-Bermúdez, quien es prosista y neurocientífico, o Alberto Chimal, quien además de cuentista se matriculó en Ingeniería en Sistemas Computacionales.
Y aunque parecería que el interés de los literatos por la ciencia es de cuño reciente, la historia nos demuestra lo contrario, pues se sabe que 1638 John Milton, el autor de El paraíso perdido, se hospedó en Villa Diodati —la misma donde Mary Shelley escribiría Frankenstein 178 años después— después de una larga travesía a Italia para charlar con Galileo Galilei sobre astronomía y heliocentrismo.
Casos como éste abundan y no deberían sorprender, explicó Frías Villegas, “pues en realidad estos lazos comenzaron a gestarse desde hace mucho y la literatura se comenzó a unirse a la ciencia, incluso desde antes de que esta última recibiera el nombre de ciencia”.