Nunca habrá tiempo para leer todos los libros que uno desea, pero sí hay oportunidad para acceder a buen número de los que su prestigio y calidad han sido puestos a prueba y lograron salir bien librados (los clásicos se cuecen aparte).
Generalmente no se trata de autores reconocidos en todo el mundo, de nombres que van de feria en feria o de librería en librería. Es más, a veces, conseguir alguna de sus obras se convierte en un acto fortuito. Sobre todo, si el sitio donde se encuentra el libro no es en esas cadenas de librerías, sino en alguna de viejo.
Esta semana la recomendación gira en torno a uno de esos autores que son considerados «de culto» y goza de un enorme prestigio entre la comunidad literaria. Me refiero a Georges Perec (1947-1982), cuya prematura muerte agigantó aún más su figura.
Propongo la lectura de Un hombre que duerme (1967; Impedimenta, 2009). Se trata de una novela que sorprende desde el inicio, cuando el lector se topa con que la voz narrativa está en segunda persona del singular –no siempre es bien logrado ese estilo–, en tiempo presente.
La historia gira en torno a un muchacho de veinticinco años, estudiante de Sociología que, cierta mañana, decide quedarse en casa y no ir a la escuela, pese a que ese día tenía un examen.
A partir de entonces comienza una especie de encierro mental, un silencio profundo. El joven vive en un cuarto pequeño, donde fuma y el ensimismamiento se vuelve mayor.
Pero el encierro no es suficiente: decide vagar por las calles de París, por sitios, plazas, cines… Y un día opta por ir a la casa de sus padres, retirada de la ciudad, en el campo. Allí sube la colina, mira el paisaje, observa a detalle y respira el aire de su soledad.
Después regresa a París. Pero el autor no se refiere a una París cursi, ridícula, sino a una ciudad que se remueve en sus entrañas. Hay prostitutas, vagabundos, bares que despiden olores a vinagre, cines oscuros, de personas solitarias…
Recorre calles y avenidas, la ciudad crece, se agiganta, pero el estilo de Perec hace que no haya ruidos del exterior: la prisión es mental y el contacto con los otros es nulo.
El joven también realiza paseos por el Sena, por sitios emblemáticos, pero sin la mirada del turista –a veces ridícula–, sino del habitante, del individuo ensimismado que ha tocado el cielo del fastidio y decide romper con todo lo cotidiano para recaer en una cotidianidad que raya en lo absurdo…
Un hombre que duermees una novela profundamente existencialista. En ella, Perec alude a Melville y su Bartleby, el escribiente, a Camus y su El extranjero, a Sartre y La náusea, a Robinson Crusoe… La soledad está ahí, encarnada, casi como una enfermedad de la piel, pero no se busca –no se desea– ningún remedio: es la compañía idónea para completar la figura del fantasma que deambula por las calles.
El estudiante duerme de día y vaga de noche. Fuma. Bebé café. Entra al cine, a algún museo donde se queda inmóvil, dos horas, frente a una pintura. No habla con nadie. No hay ningún diálogo en toda la novela. Los recuerdos son mínimos. Las visitas al futuro no existen. El ahora y la carne son lo único que lo vuelven humano. Su cuerpo no es acechado por ningún fantasma: él es el de las apariciones, el que se anula hasta la invisibilidad.
Sin embargo, pese al distanciamiento, pese a la pérdida de contacto con los otros, el muchacho de veinticinco años sólo aprende una cosa: que la soledad y la indiferencia no enseñan nada. «Pero eres tan poca cosa y el mundo es una palabra tan grande: no has hecho sino errar en una gran ciudad, bordear fachadas durante kilómetros, escaparates, parques y muelles.»
En construir y destruir refugios se le va la vida al personaje.