México es un país acostumbrado a venerar a sus dioses de la canción. Unos seres terrenales que un día les hicieron llorar de alegría o les acompañaron en los peores momentos. No importa si viven o están ya muertos, como José Alfredo o Pedro Infante. Hay un preciso instante mientras vivían en que se volvieron inmortales. Para muchos José José ya había muerto hace una década. Ha sido el hombre, José Sosa Ortiz (Ciudad de México, 1948), el que luchó contra el mismo alcoholismo que había matado a su padre, el mismo que resurgió del polvo de la cocaína y del asfalto y consiguió perdonarse, quien los ha dejado este sábado, a los 71 años, en un hospital en Miami (EE UU). Pero el José José que levantó a un país entero el 15 de marzo de 1970 con un sol natural y 16 compases sin respirar de El triste es el que sigue y seguirá vivo en la memoria de aquellos que ni siquiera habían nacido.
—¡Ahora, campeón! Te toca a ti. Hazlo por México.
Había llegado su momento de pasar a la historia. Aunque él no lo sabía. Tenía 22 años y ni siquiera comprendía las letras de despecho que cantaba, porque no había vivido lo suficiente. Resguardado siempre por su protectora madre, que tuvo que luchar contra un marido alcohólico que murió a los 45 años, José José solo entendió aquello de "qué triste luce todo sin ti" (que dice la canción) cuando lo dejó su novia Lucero poco antes de convertirse en un ídolo de la música mexicana. Después de aquello estaba seguro de que José Alfredo Jiménez le había escrito su vida en canciones.
De la noche en la que no ganó el premio de la segunda edición del Festival Mundial de la Canción Latina, pero sí el corazón de un país entero, él mismo relató en sus memorias: "Conforme continuaba la canción, el grado de dificultad aumentaba. La gente lo sabía y con cada agudo gritaba conmigo. ¡Qué canción tan difícil!". El público enloqueció, las rosas le llovían, artistas de la talla de Angélica María o Marco Antonio Muñiz se habían quedado boquiabiertos. Había interpretado El triste, del compositor mexicano Roberto Cantoral, y esa única actuación lo disparó al éxito más absoluto. Un nivel que no siempre supo cómo enfrentar.
De cerca lo acechaba el vaso de Bacardí blanco con Coca-Cola. Sin hielo, como a él le gustaba.
Fue el primer hijo de José Sosa Esquivel y Margarita Ortiz, dos cantantes de ópera y zarzuela que se conocieron en el Conservatorio Nacional de Música. Su padre educó a sus tres hijos en la música clásica y les previno de Elvis Presley, de todo lo que oliera a rock and roll y a twist; creía que eso los contaminaba. Como solo trabajaba dos veces al año en la ópera tenía que ganarse la vida tocando el órgano en la Iglesia de un barrio rico. José José contó que creía que le atormentaba ver su talento desperdiciado en una parroquia. Sus frustraciones se mezclaron con una neurosis que empeoró hasta tal punto que en mitad de la noche, según recordaba el cantante, era capaz de levantar a toda la familia para buscar un destornillador extraviado. Estaba borracho. Murió sumido en el alcohol. Su hijo casi también. Y el nombre artístico lo escogió en homenaje a él: dos veces José.
Los mejores tiempos no duraron mucho. Sus pulmones se llenaron de pus y su diafragma se quedó paralizado. Había sufrido una neumonía fulminante. Era el año 1972. Todo el mundo le decía que estaba muy joven para destruirse de esa manera. Tenía 24 años. Se había alimentado de ron y cualquier estupefaciente que le ayudara a distanciarse de su primer divorcio con Kiki Herrera, su primera gran traición, según explica él mismo en sus memorias, Esta es mi vida (Grijalbo, 2008). Pero lo haría igual después, por una relación nociva con Ana Elena Noreña (la madre de dos de sus hijos), por la falta de dinero tras el saqueo de diferentes representantes, por la ausencia de su voz, porque dentro de él estaba dormida una depresión aguda que despertaba cada vez que había una dificultad. José José comenzó desde joven a vivir esporádicamente en centros de rehabilitación para drogadictos.
A principios de los noventa José José era ya José José, hiciera lo que hiciera. No importaba que el esmoquin escondiera los excesos a los que fue sometido su cuerpo durante más de 20 años, que subiera a los escenarios con la mitad de su voz, en otro momento prodigiosa, y pareciera un karaoke de sí mismo. Un día, en aquellos años, después de presentar el disco que lo precipitó a la decadencia, 40 y 20, salió a cantar borracho y tras entonar como pudo la primera canción se echó a llorar.
—Perdónenme por el estado en el que me encuentro ante ustedes.
—Tranquilo, venimos a oírte, ¡solo cántanos, no te preocupes!
Poco antes de ser internado de nuevo en un centro para drogadictos, vivía en un taxi con un grupo al que apodaba El escuadrón de la muerte. Un día de resaca le preguntó a uno de ellos: "¿Por qué no nos hemos muerto todavía", "Por las calorías del alcohol", respondió el más veterano. Sara Salazar, Sarita, su última mujer, madre de su hija menor, es a quien le debe su resurrección de aquel agujero negro sin salida.
Ya sin voz, agotada por inyecciones de cortisona durante años, pues era lo único que le permitía disfrazar los síntomas de su autodestrucción, se dedicó a las telenovelas. Él, que había vendido más de 100 millones de discos, que había llenado el Madison Square Garden y el Radio City Music Hall de Nueva York, además de las mejores plazas de Las Vegas, tuvo que recurrir a algunos papeles en Televisa para recuperarse económicamente. En 2007 sufrió una parálisis facial en la mitad de su cara debido a la enfermedad de Lyme, que le afectó también al habla.
Desde entonces, cuentan los más cercanos, se volvió un hipocondríaco. Además de la diabetes que desarrolló por su alcoholismo, en 2001 padeció un enfisema pulmonar, tenía una hernia de hiato y una depresión con la que aprendió a vivir. José José pasaba exámenes médicos cada año, y hace dos le detectaron cáncer de páncreas.
Gavilán o paloma, La nave del olvido, Lo dudo, Mi vida, Almohada y, por supuesto, El triste seguirán sonando en el repertorio colectivo de cualquier mexicano. También en las cantinas, en los amaneceres etílicos de varias generaciones, en los chalés de lujo y en las barriadas —"He rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida, pero te juro por Dios que nunca llorarás por lo que fue mi vida"—. Porque los dioses de la canción mexicana como José José son de las pocas cosas que unen a este país.