Entre una bruma somnolienta miré abrirse los grandes telones rojos de terciopelo plisado.
Como cada día esperé mi turno para subir al tablado de duela pulida donde mi imagen se revelaba escuálida y amorfa.
La gente del público me observó desganada: como tantas veces en el pasado, mi presencia auguraba, sería ésta otra de aquellas actuaciones extrañas a las que nos teníamos acostumbrados.
Y digo acostumbrados, porque aquellos espectadores, a su tiempo, se convertirían, uno a uno, en el actor de su propio monólogo en ese mismo escenario.
Tantas veces pensé en cambiar el script, mas sentía miedo, un miedo aterrador a no agradar a esa audiencia que de todos modos me aceptaba porque también ella temía romper con el protocolo establecido. Sin embargo, yo quería probar algo nuevo, ya no la tragicomedia a la que acostumbré a esa muchedumbre, producto ésta de mi obediencia al ego y a la veneración a mi imagen.
De pie ante el público, en aquel instante pasaron tantas cosas por mi mente que quedé estático frente al conglomerado que me veía impaciente, a punto de la rechifla. De repente, un resorte dentro de mi cuerpo se expandió activando el mecanismo interno de mi todo.
Mi rostro gesticuló y mis extremidades se movieron tratando de alejarme de mi falsedad, de mi hipocresía de diario. Comencé a hablar conmigo mismo ignorando las miradas de todos los ahí presentes.
No sonreí por sonreír como me obligaba mi estatus de trabajo o mi papel de todos los días; al contrario, muy lejos de mi postura acostumbrada y acartonada, para relajarme me quité el saco que llevaba y lo lancé a una silla que ahí se encontraba, deshice el nudo de la corbata y doblé las mangas de mi camisa hasta más arriba del codo, abrí un frigorífico inexistente y tomé de él una cerveza, la que abrí y tomé con avidez mostrándola luego a los ahí presentes.
No era yo, pero era yo.
Algunas personas del auditorio esbozaron una sonrisa que percibí de inmediato. Seguí con aquella actitud mientras me esforzaba por hacer mis gesticulaciones menos grotescas, menos actuadas, más sinceras.
Entonces un mayor número de los que seguían mi acto sonrió con plenitud y oí algunas carcajadas y unos incipientes aplausos.
Mi cuerpo y mi mente se relajaron, el miedo se fue y yo me entregué totalmente a aquella no actuación de aquel día.
Al final, el aplauso fue general; estaba seguro que no solamente cambié mis maneras aquella mañana, aseguro con orgullo que también cambié las de todo el público que me ovacionaba.
Qué fácil fue ser otro, un otro que ha estado dentro de mí por toda mi existencia. No el de un ser aprisionado en el qué dirán. Entonces bajé del escenario estrechando las manos de quienes me rodeaban y vi los pulgares de algunos de mis espectadores alzarse hacia el cielo como signo de aprobación.
Descubrí que no es el escenario ni el público al que hay que darle gusto, sino a uno mismo. Gocé lo que hice y ese gozo lo contagié con mi actitud.
Mis pies me llevaron a mi solitaria butaca. Convertido en público nuevamente, esperé el nuevo día y mi próxima no actuación.