El pasado 11 de diciembre, la Presidencia de la República entregó el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2013, a “grandes creadores y científicos de la actualidad”, y el correspondiente a las Bellas Artes quedó en manos de Javier Álvarez Fuentes, Ángela Gurría y Paul Leduc. Por ese motivo, publicamos en esta edición un texto que nos facilita Miguel Ángel Muñoz, escrito hace varios lustros, en donde resalta el poético quehacer artístico de la escultora mexicana. Creadora que, por cierto, expuso hace un año en Cuernavaca su “Tiempo de trabajo”.
Coordinación de Bajo el volcán.
“Hay que concebir el espacio
en términos de volumen plástico,
en lugar de fijarlo con ayuda de líneas
en la superficie imaginaria del papel.”
Eduardo Chillida.
La escultura y la arquitectura, en cuanto artes creadoras tridimensionales, espaciales y poéticas, forman una unidad inseparable, en la obra de Ángela Gurría (México, DF; 1929). El trabajo escultórico que ha desarrollado Gurría en las últimas tres décadas, desde Homenaje al presidente Juárez, en el edificio de la ONU en Nueva York, pasando por sus múltiples esculturas urbanas- Familia obrera, Colonia Tabacalera, Ciudad de México, 1965; Señal, 1968 -escultura que concibió por encargo del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez para la Ruta de la Amistad, con motivo de los Juegos Olímpicos de 1968-; Contoy, integración escultórica, aeropuerto de Cancún, Quinta Roo, 1974; Homenaje al trabajador del drenaje profundo, Tenayuca, Estado de México, 1974;México, monumento al mestizaje, Tijuana, B.C.1974; Homenaje a la Ceiba, Hotel Presidente Chapultepec (desgraciadamente hoy no sabemos su destino) 1976; El corazón mágico del Cutzamala, 1985; Flor de noviembre, parque escultórico en Morelia, 1988; y, Tzompantli, Centro Nacional de las Artes, DF, 1993 -, realizadas a mediados de los años 60 y 80 del siglo XX, la convierten en una protagonista de la site-specific sculture.
Pero mucho antes de que sus esculturas crecieran hasta alcanzar la monumentalidad, Gurría, parte de sus esculturas en hierro y piedra, formula su concepción del espacio y la materia. Esta concepción del espacio es el requisito previo para transformar sus esculturas, como la Plaza Cutzamala, en espacios transitables y vivibles en los que el espectador, en la interacción con la luz, con la naturaleza o con el espacio ciudadano, puede experimentar poéticamente el entramado del espacio y del tiempo, la construcción de la escultura por sí misma. “Ésa es la manera –dice Rubén Bonifaz- de trabajar, ése es el sentido del trabajo de Ángela Gurría. Millares de seres ingentes o mínimos, dispersos en casas o calles o jardines o museos, ocultos no se sabe dónde o mostrándose a miradas de asombro, dan testimonio de ese trabajo incesante, y del objeto a que tiende. La madera, el barro, la piedra, el vidrio, los metales, la era, ofrecen constancia indudable, actual y omnipresente de lo que ella es…”.[1]
Gurría no pudo estudiar en la Esmera, ni en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, por ello se fue al México City Collage, donde conoce a Germán Cueto, quien le enseñó a “sentir el material y saber sus posibilidades” Completó su formación con el escultor Abraham González y en el taller de forja de Manuel Blancas, de quien según dice Gurría aprendió “hasta dónde llega la tensión del material para que sea suave a la idea de uno”. Ya lo advertía Rufino Tamayo sobre el proceso de creación de Gurría: “Me consta la pasión con la que Ángela Gurría se entrega a su trabajo y soy testigo de su constante inquietud. Mujer de su tiempo, lo vive intensamente, nutriéndose con todas las experiencias que caracterizan a este momento extraordinario, en el que le ha tocado en suerte actuar…”[2]
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La escultura de Gurría pone en tensión el que es ya un rasgo central del arte de la modernidad: la posibilidad misma de relación con la naturaleza, como son sus esculturas: Nube, 1973; Tepozteco, 1968; Amantes de Contoy, 1974; Estampida en Contoy, 1974; Paisaje, 1981 y El aguaje, 2002. No es la luz la que permite ver las cosas, es la claridad misma habitándolas, atravesando la materia y anidando, como los cisnes, en ella. No es el espacio el lugar que hollamos, sino el lugar que hacemos espacio y que vivimos como tal, advirtiendo su activo protagonismo cuando recibe la luz, cuando la materia lo anima y lo define. El gesto del escultor, el esfuerzo de la talla directa o de la forja, el trabajo con el fuego permiten esa familiaridad que afirma y reafirma los sentidos. Sus huellas quedan sobre piezas, como un elemento más, incorporadas, como uno más, a la materia transformada, el espacio sugerido, a la luz dominada. Henry Matisse trató de definir como “espacio vibrante” aquel en que toma vida una forma, un trazo, un volumen y condiciona con su energía la existencia del entorno.
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“Cada artista – me dice Gurría- tiene su propio mundo. Un artista es producto de su tiempo interno y tiene que ser leal con la realidad. En mí no interfiere el encargo con la obra porque se me ha dado siempre una gran libertad”. En Gurría, su obra habla de una continua exigencia formal renovadora. Su mirada es capaz de sintetizar un mundo considerable de estímulos visuales; y con la madera, el hierro o la piedra, también el aire y el ruido, el ritmo- cómplices constante de su trabajo - que viene y aviva lo que de otro modo estaría muerto, pues en las esculturas de Gurría la naturaleza interviene como un elemento más, sin forzarla, sin violentar su condición libre. Dice en unos versos el poeta francés Yves Bonnefoy:
Pero escribir no es ser, y no es tener,
Porque el temblor de la alegría en la escritura es
Sólo una sombra, acaso la más clara,
En palabras que siguen recordando…[3]
En la escultura de Ángela Gurría, el temblor de la creación al que se refiere Bonnefoy, es magia creadora, donde claramente se puede cumplir la exigencia kantiana de hacer arte tan libre como libre es la naturaleza. La competencia con la naturaleza que ha caracterizado a la obra de arte entra ahora en una dirección definitiva con sus piezas más abstractas: no es ya, como en algunas manifestaciones de los años 60, trabajar sobre la naturaleza para hacer figuras en ella, en las llanuras, en los campos, el agua, en las montañas, no trabajar sobre, sino trabajar con, incorporarla a ese objeto artificial que es la obra, dispuesto de tal modo que parece nacer libremente. A principios de los años 70 esculpió Río papaloapan, que podríamos suponer que fue una de sus primeras tentativas en el lenguaje abstracto, pero en convivencia con una estética figurativa, curvilíea y lineal, de confesada inspiración precolombina. Esta primitiva formalización biomorfica la aproxima quizá a Tanguy, Moore, Miró y Picasso, o como los mexicanos Germán Cueto, Luis Ortiz Monasterio u Oliverio Martínez. Aunque se trata de aproximaciones puntuales de un lenguaje común escultórico que apunta a Brancusi.
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Cuando la artista habla de la densidad de los materiales, de las formas, de los colores, está haciendo referencia a esa especial concentración que les hace ser y estar presentes. No como algo que puede usarse, instrumento para otras cosas, sino como lo que es en sí mismo y en sí mismo tiene valor. El material tiene algo que decir por sí mismo, porque es, y es en relación con alguien, con el escultor que lo trabaja, con nosotros que lo percibimos.
Géricault, Daumier, Degas y habría que considerar hasta qué punto el propio Rodin, son pintores que han sacado a la escultura del marasmo en que se debatía en el XIX, una aburrida retórica académica o un preciosismo estéril de la fabricación de bibelots. Esta tradición pictórica se mantendrá en las vanguardias del siglo XX, desde Matisse y Picasso hasta el minimalismo. Muchos de los mejores escultores estadunidenses de los 50 y 60 no hacen sino aplicar escultóricamente el gestualismo del expresionismo abstracto. El mismo concepto minimalista de dominación visual de la pieza es significativo al respecto. Por lo demás, en la tradición española contemporánea y no puede olvidarse el caso de Julio González y su lenta maduración como orfebre y pintor. Para Gurría la energía y el rigor son los valores que deben transformar la percepción contemporánea del arte y sus fuentes pasan por la admiración ilimitada de la estatuaria antigua – Sumeria, Egipto y desde luego, el México prehispánico- . “La obra de arte – decía Henry Moore- debe generar vitalidad… con independencia del objeto que pueda representar”. Y eso lo ha entendido muy bien Ángela Gurría, que muchas veces nos ha descubierto los límites, más allá de donde empieza la creación, ese lugar mágico donde sólo entran los sueños.
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La obra de Ángela Gurría está llena de contradicciones fecundas, de oposiciones desafiantes, que la van enriqueciendo constantemente. Los años en Europa y especialmente en Nueva York fueron para Gurría una época de búsqueda artística y de lacerante estancamiento. Durante las décadas siguientes se va aproximando en rápida sucesión a escultura que delimita su idea del espacio, que se revelará fundamentalmente para la evolución futura de su obra. Hizo esto, igual que años antes el escultor rumano Brancusi, al estilo de la taille direct, a golpe de martillo, experimentando directamente la evolución pictórica espacial. En estos años, ya cuenta con el reconocimiento total, sus exposiciones se multiplican en los más importantes museos y galerías de México: Galería Juan Martín, 1962 y 1963; Museo del Palacio de Bellas Artes, 1970; Museo de Arte Moderno, Contoy isla del Caribe, 1974; Galería Arvil, 1982, 1983 y 1995; Museo Pape, Monclova, Coahuila, 1995, y su magna exposición retrospectiva: Ángela Gurría. Naturaleza exaltada, en el Museo de Arte Moderno, 2003-2004, dejó ver su enorme trayectoria y producción, en una etapa de su vida en plena madurez y creatividad, que como decía Tamayo en 1974: “ después de experimentar todo esto, Gurría llega por fin victoriosa a la meta que pareció lejana, pero a la que con su talento y convicción arriba sin fatiga. Su hora, pues, empieza a sonar para orgullo de México”. De este modo Gurría trata de descubrir en el calor del fuego de la fragua las peculiaridades del material, del hierro. Lo martillea sobre el yunque, lo alarga, lo aplana, lo estira hasta sacarle punta, lo dobla, le da forma, y en el juego de los elementos aconseja al espacio que tome forma. Las figuras de Gurría muestran una sorprendente naturalidad, y es aquí donde enraíza su fascinación clásica. Algunos ejemplos, podrían ser: Basilisco, 1993; La muerte en Chiapas, 1997; Mariposa nocturna, 2001; Florero con flores, SF, entre muchos otros.
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Gurría, en sus esculturas transforma los espacios vacíos definidos por los materiales que acaricia. El espectador participa en la vibración del sonido, en el murmullo, en la tensión de los espacios redibujados, atrapados, rodeados con facilidad, que se concentran poderosamente en los volúmenes contradictorios, pero al mismo tiempo sorprendente. Un enriquecimiento imponderable de las dimensiones de la creación.
Espacio y ritmo, ritmo y tiempo, música y arquitectura, contradicción y unidad. Quizá sea de esta forma precisa la unidad exigida entre la escultura y la arquitectura, calificada simplemente por Ángela Gurría como “construcción perfecta” y que determina comparativamente el ritmo en la música, el tiempo y el ritmo de la escultura en el espacio. La escultura es una formación del espacio. No hablo del espacio situado fuera de la forma, que rodea al volumen y en el que viven las formas, sino del espacio generado por las formas, que vive dentro de ellas y que da una poética inédita a la obra. Se trata de un tramado vivo, dinámico, y a eso me remite la imagen de Gurría respirando y concretando formas. Es por ello que Ángela Gurría siempre ha creído que la poesía y la música están íntimamente ligadas a la arquitectura y la escultura.
Dice Bonifaz Nuño en un fragmento de su poemaEl corazón del espiral, que dedica a Gurría:
Aristas de lumbre, sed, reflejos;
rito de iniciación, su canto
en los ojos táctiles, haciéndose;
cristalina bajo el solemne
peso de las sombras femeninas
del ángel; el ángel ella misma.
Elocuente de espacios,
Hacedora plácida de pueblos
Intemporales, ella canta
Con los secretos de sus manos…[4]
La interpretación de la arquitectura como música hecha forma es una constante en la historia de la civilización desde la Antigüedad. La hallamos en San Agustín y en Boecio, pasando por Leon Battista Alberti.
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El flujo entre interior y exterior; la comunicación de la luz con el material, el espacio interior, que a veces se sustrae el espectador, han determinado las más de cinco décadas de trayectoria creadora de Ángela Gurría. “El escultor vive en función – afirma Gurría- del ritmo de la materia que utiliza. Sus manos son las amantes que pretenden captar la sensualidad del universo. Como en un sistema de vasos comunicantes, esas manos van nivelando el lenguaje del escultor con el espectador”. En tal sentido su obra supuso una aportación notable al campo radical de actitud hacia las formas, los materiales, el sentido espacial y la propia función de la escultura, entendiendo la escultura como una compleja superposición y encadenamiento de campos autobiográficos, sociales, históricos, míticos y artísticos.
De esta forma, la obra escultórica de Ángela Gurría adquiere una notable distancia respecto de las diversas orientaciones estilísticas con las que dialoga, una nota que era ya evidente en sus años en Nueva York y Europa. Quizá sea esta la razón de la singularidad de su incidencia: no puedo hablar de artistas que sigan a Gurría, pero son muchos los que no olvidan el diálogo, implícito, con él, y su poética del espacio, impresa en cada uno de sus trabajos escultóricos. Una lección única en el escenario contemporáneo de la escultura en México, y lo cual me recuerda algunas líneas del Diario, 1918 de Paul Klee que refiere a la creatividad artística: “la creación vive como génesis bajo la superficie visible de la obra”, y cuya experiencia nos invita Gurría a descubrir en cada una de sus esculturas, y donde sólo una gran artista puede llevarnos.
[1]Rubén Bonifaz Nuño.Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte. Edición de Miguel Ángel Muñoz. El Colegio Nacional, UNAM y UAM, 2011, México. Pág 133 y 1334.
[2]Rufino Tamayo. Ángela Gurría. Texto introductorio al catálogo de la exposición Ángela Gurría. Esculturas recientes. Museo de Arte Moderno, 1975-1975, México, DF.
[3]Yves Bonnefoy. Début et fin de la ´neige. Fragmento del poema Le tout, le rien II. Ëditions Mercure de France, 1987. Versión del francés de Miguel Ángel Muñoz.
[4]Rubén Bonifaz Nuño. El corazón del espiral. Homenaje a Ángela Gurría. Miguel Ángel Porrúa. Librero- editor, 1983, México.